Miércoles, 22 de noviembre de 2006 | Hoy
CINE › A LOS 81 AÑOS, MURIO ROBERT ALTMAN, UN CINEASTA DE EXCEPCION
Sus películas de los años setenta fijaron la forma de trabajo de un hombre comprometido sobre todo con su visión de cómo contar una o varias historias. Desde entonces, Altman fue dejando una obra prolífica, con muchos más aciertos que baches.
Por Luciano Monteagudo
“¿Retirarme? Usted habla de la muerte, ¿no?” Era claro que un director que respondía así al periodismo iba a trabajar hasta el final. Y eso fue lo que hizo Robert Altman, fallecido en la noche del lunes en Los Angeles, a los 81 años, de complicaciones cardiovasculares. Según él mismo confesó en la última ceremonia del Oscar, en febrero –cuando la Academia de Hollywood se dignó finalmente a entregarle un premio honorífico después de haberlo dejado cinco veces con las manos vacías–, en los ’90 Altman había atravesado un trasplante de corazón, pero lo mantuvo en riguroso secreto para poder seguir filmando y dirigiendo teatro. Y en eso estaba, precisamente. En abril de este año presentó en el escenario del venerable Old Vic de Londres, que actualmente dirige Kevin Spacey, una polémica versión de una pieza de Arthur Miller, Resurrection Blues. Y un poco antes había estrenado en la última Berlinale A Prairie Home Companion (ver aparte), que parecía su testamento cinematográfico y ahora quizá se pueda interpretar también como su metafórica despedida de la vida.
“Lo que quiero romper es esa relación monótona entre el público y el tipo de historias que espera encontrar en el cine”, decía Altman a mediados de los ’70, en pleno apogeo de su carrera, cuando contribuyó de manera central a modificar el paisaje del cine estadounidense con un puñado de películas que van desde M.A.S.H. (1970) hasta Un matrimonio (1978), pasando por Del mismo barro, Nashville y Tres mujeres, un cuerpo de obra singular, inconfundible, que fue una influencia decisiva en directores como Alan Rudolph y Paul Thomas Anderson, entre muchos otros.
Una generación anterior a Coppola, Scorsese y De Palma, Altman nunca se alimentó del imaginario cinéfilo y fatigó durante años grises y largos los peldaños más bajos de la industria, pero para cuando pudo dirigir lo que realmente le interesaba se encontró en sintonía con su tiempo –la crisis cultural post Vietnam, el descreimiento social tras Watergate– y con los profundos cambios que experimentaba el cine norteamericano de aquel momento. Cuando al despuntar los ‘80 el zeitgeist comenzó a serle adverso, Altman –que siempre lució como una extraña mezcla de Papá Noel y Mefistófeles– no cedió a las tentaciones de la moda o las exigencias de los estudios. Se las ingenió para seguir filmando (cada vez con menos presupuesto, siempre en los márgenes de Hollywood, casi siempre de espaldas al público) hasta construir una filmografía tan prolífica, inasible y errática como personal, de la cual sobresalieron por su éxito –más de crítica que de boletería– Las reglas del juego (1992), Ciudad de ángeles (1993) y Gosford Park (2002).
Nacido el 2 de febrero de 1925 en Kansas City, hijo de una familia cuya genealogía se remonta hasta los peregrinos del Mayflower, Robert Altman cursó estudios de Matemática en la Universidad de Missouri y voló como piloto de bombarderos B-24 durante la Segunda Guerra Mundial, mayormente en el Pacífico. Su primera relación con el cine fue hacia 1945: escribió varios guiones en colaboración, uno de los cuales (Bodyguard) llegó a filmarse con la dirección de Richard Fleischer, pero sin trascendencia. Durante los diez años posteriores participó del incipiente cine publicitario y, en 1955, el encuentro ocasional con un propietario de salas del Medio Oeste le dio financiamiento para dirigir su primer largo, Los jóvenes delincuentes, un poco en la línea que había impuesto El salvaje, con Marlon Brando. En la misma veta, un año después colaboró en la realización de un documental sobre otro icono, James Dean, mientras empezaba a dirigir episodios de varias series exitosas del momento, como Bonanza, Combate y Alfred Hitchcock presenta. Así estuvo hasta 1967, cuando la Warner le dio a dirigir Countdown, una de astronautas con dos jóvenes desconocidos llamados James Caan y Robert Duvall, pero que la misma compañía se negó a distribuir, disconforme con los resultados.
Recién con Ese día tan frío en el parque (un caballito de batalla del desaparecido Cine Arte de Diagonal Norte y 9 de Julio, que la incluía cíclicamente en sus programas) Altman empezó a encontrar su voz. Corría 1969 y esa historia psicológica e intimista insinuaba algo distinto a lo que habitualmente producía Hollywood. Después que otros quince directores rechazaran el proyecto, M.A.S.H. cayó en manos de Altman y sorpresivamente (“La Fox no la estrenó, se le escapó”, definió alguna vez el director) se convirtió en un impresionante éxito en todo el mundo, cuando esa sátira antibélica coincidió con el retiro de las derrotadas tropas estadounidenses del sudeste asiático. Inmediatamente, la Metro contrató a Altman con carta blanca: “Quieren otro M.A.S.H., pero esta vez les voy a dar caca de pájaro”, dijo entonces el director, que hizo uno de sus films más ácidos y poéticos, El volar es para los pájaros (1970).
El previsible fracaso de boletería no le impidió, sin embargo, disfrutar del largo crédito que durante toda esa década le siguió reportando la reputación de M.A.S.H. En Del mismo barro (1971), protagonizada por Warren Beatty y Julie Christie, Altman se ocupó de socavar todos y cada uno de los mitos del western; en Imágenes (1972), con Susannah York, se internó en la subjetividad de una mujer esquizofrénica; en Un adiós peligroso (1973), con Elliott Gould, propuso una relectura irónica y actualizada de Raymond Chandler; en Los delincuentes (1973), con Keith Carradine, dio su melancólica versión de los años de la Gran Depresión; Racha de suerte (1974), con George Segal, pintó como nadie los tiempos muertos y el vacío del mundo del juego; Nashville (1975) fue su primer gran film coral, que luego sería una marca indeleble de su cine; Búfalo Bill y los indios (1976), un audaz, monótono monólogo de Paul Newman, deshacía a una de las mayores leyendas del Oeste; Tres mujeres (1976) era un ejercicio onírico sobre el inconsciente femenino y los arquetipos del macho americano, y Un matrimonio (1978) echaba una mirada burlona -–no exenta de condescendencia y paternalismo-– sobre la vulgaridad de la clase media con pretensiones de su país.
Nada de lo que vino después tuvo la vitalidad, el sulfuro o la irreverencia de lo que Altman hizo en esos años, donde se ocupó de minar el conformismo y las expectativas del público, cambiando constantemente de rumbo y proponiendo siempre una mirada crítica, metafórica de la realidad. Con su versión de Popeye (1980), protagonizada por Robin Williams, intentó seguir ofreciendo el revés de la trama, pero el resultado fue decepcionante para la crítica y desastroso para la boletería, con la consecuencia de que los recursos de Hollywood le fueron cada vez más retaceados y escasos. No le importó. Se refugió en la TV, en el teatro, o en pequeñas producciones como su rendición de Fool for Love (1985), de Sam Shepard, con Kim Basinger, que aquí se llamó Extraña pasión.
En los ’90, el viejo león sufrió varios fracasos, algún papelón (Prêt-à-Porter), pero sobre todo se hizo notar con dos películas que figuran entre las más celebradas de su obra: Las reglas del juego (1992), donde arregló cuentas con Hollywood, desnudando la frivolidad e ignorancia de quienes toman decisiones en la Meca del Cine, y Ciudad de ángeles (1993), donde utilizó cuentos de Raymond Carver para concebir un film coral hecho de múltiples historias y personajes conectados aleatoriamente entre sí, un mecanismo que luego fue repetido una y otra vez en Magnolia, Vidas cruzadas y la argentina Mientras tanto, entre muchos otros epígonos e imitadores.
El siglo XXI encontró a Altman en Londres, dedicado a Gosford Park, un whodunit en la tradición de Agatha Christie pero leído a través de la lupa burlona y social del director, que inesperadamente, al final de su carrera, cosechó ocho candidaturas al Oscar, entre ellas al mejor film y al mejor director. Como en Nashville o Un matrimonio, en Gosford Park también hay una estructura coral, una multitud de personajes que se van cruzando unos a otros y superponiendo sus voces. Pero si aquellos frescos de la sociedad norteamericana estaban organizados de forma horizontal, de acuerdo con la cultura que reflejaban, en Gosford Park se advierte un marcado orden vertical, que responde al rígido sistema de clases que dominaba Gran Bretaña hacia 1932 (una fecha que Altman eligió para no tener que enredarse con las complicaciones políticas que un año más tarde traería la aparición del nazismo en el mapa de Europa).
“Como casi siempre, trabajé con dos cámaras simultáneas, filmando en un principio de manera arbitraria, le diría. Y tenía siempre a las dos cámaras en movimiento, tomando la misma acción desde diferentes perspectivas, o captando acciones diferentes”, le contó Altman a Página/12 en la Berlinale 2002, donde estrenó Gosford Park y fue homenajeado con un Oso de Oro a la trayectoria. Altman venía utilizando ese método desde hacía décadas. “Por lo menos desde Un adiós peligroso, la versión que hice en los ’70 de Un largo adiós, de Chandler”, confirmó el director. “Ahí empecé a pensar de qué manera podía escapar de los estereotipos del cine policial. Quería algo menos formalista, más desestructurado, y me di cuenta de que usando por lo menos dos cámaras para registrar la misma escena podía darles otra libertad a los actores y salir de la rutina.”
Dar libertad, salir de la rutina... A eso se dedicó Altman –con aciertos y errores– en toda su carrera, en un medio que suele hacer de la estratificación y el conformismo valores supremos. Contra esas tristes certezas se rebeló siempre su cine.
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