Viernes, 15 de diciembre de 2006 | Hoy
CINE › “MBYA, TIERRA EN ROJO”
Un documental que explora la relación de los guaraníes con la llamada “civilización”.
Por Horacio Bernades
MBYA, TIERRA EN ROJO
Argentina/Inglaterra, 2005.
Dirección, guión y fotografía:
Philip Cox y Valeria Mapelman.
“A mí las que más me gustan son las de 007”, dice el hombre de tez oscura, mientras recorre los anaqueles de un videoclub misionero. Qué clase de relación tienen él y los restantes miembros de su etnia con aquello que llamamos “civilización” es la pregunta que parece haber movilizado a los realizadores de Mbya, tierra en rojo. La misma pregunta se refleja y se refracta a lo largo de la película entera, dejando ver las dosis de recelo y admiración, de fascinación y desprecio, de distancia y memoria, de soberbia y explotación de las que esa relación está hecha. El documental que hoy se estrena en tres salas de capital desarrolla ese múltiple juego de pares sin apelar al menor subrayado, confiando en la sencilla elocuencia de los hechos. Y lo resuelve con un aparente happy end, del que los títulos del final sugieren desconfiar.
Escrita, bellamente fotografiada y codirigida por el escocés Philip Cox (especializado en documentales sobre pueblos originarios) y la argentina Valeria Mapelman, esta coproducción de la que participa Matanza (la compañía de Pablo Trapero) hace foco en los Mbya Guaraní, comunidad arrasada durante la conquista de América y actualmente reducida al mínimo. No se espere de este breve documental (dura poco más de una hora) un off explicativo, declaraciones altisonantes y pretensiones de abarcar el tema “en su totalidad”. Mucho más sensatamente, Cox y Mapelman prefirieron registrar fragmentos de la vida cotidiana de los Mbya, volcándolos en forma de breves viñetas, en más de un caso humorísticas. “El hombre blanco nace de gusanos”, le explica uno de los miembros de la comunidad a un misionero evangelista. Es difícil saber si se trata de mito, desinformación o simple tomadura de pelo, teniendo en cuenta que el aborigen termina la conversación impugnando a Cristo y reivindicando los dioses propios.
Habitantes del valle de Kuña de Piru desde hace siglos, los Mbya se hallan divididos en dos comunidades misioneras, establecidas en Flor del Monte y Tierra Colorada. Menos de un centenar de integrantes en total, hablan un poco de guaraní, otro poco de castellano y bastante de una lengua de fusión, a la que podría ponérsele el nombre de castellaní. Mbya, tierra en rojo los capta en situaciones a las que un ensayo antropológico agruparía en secciones como “Religión”, “Organización social”, “Propiedad de la tierra”, “Sexo y familia” y “Fiestas comunitarias”. Pecando tal vez de cierta corrección política (al alcohol, peleas e infidelidades se los menciona, pero casi no se los ve), Cox y Mapelman reniegan de todo enciclopedismo, limitándose a ilustrar esos ítems con brochazos de aspecto casual. “Escuché algo... Se cayeron unos edificios... Me dijeron que hubo muchos muertos... ”, comenta un perplejo Marcelo y el espectador comprende que eso tiene lugar en septiembre de 2001, poco después del día 11.
Cirilo, cuya esposa está a punto de dar a luz, confiesa que se enamoró de otra chica y se resigna a pelearse con el suegro a palazos, “como en la tribu”. Sebastián llega con un puma al que acaba de cazar y dice que jamás irá a trabajar a los yerbatales. Poco más tarde se entiende por qué: a él y a varios más, los yerbateros los dejan pagando, tras haberlos empleado como jornaleros. Al interceder por ellos, la cámara del realizador termina zarandeada por el capataz. Delante de una foto de De la Rúa, el intendente de la zona no se pone colorado cuando dice que “los indios son vagos”. Enseguida se abraza con el cacique. Alentados por una religiosa y asesorados por un especialista en derecho aborigen, varios de ellos viajan hasta la remotísima Buenos Aires para reclamar por sus tierras, largamente apropiadas por la Universidad de La Plata. El decano promete una pronta devolución; conviene quedarse a ver los títulos finales para ver en qué terminó esa promesa.
“Es muy grande, pero le falta un buen monte para cagar”, se queja Marcelo en la esquina de Florida y Lavalle, mirando para todos lados sin encontrar una maldita mata de pasto. Ya los va a cagar el hombre blanco en una ciudad cercana, como lo viene haciendo desde hace más de quinientos años.
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