Viernes, 2 de febrero de 2007 | Hoy
CINE › “EL ARBOL”
El cuarto largometraje de Gustavo Fontán se mueve entre la vigilia y el sueño.
Por Horacio Bernades
Se diría que es el sueño, y no la realidad, el que rige tonos, tiempos, el modo en que las imágenes de El árbol se escancian e intercalan. Así lo explicita (sin el menor subrayado, dejando que sea el espectador quien lo advierta) una escena en que la protagonista anuncia que se va a dormir, tras lo cual se sucede una breve serie de imágenes cuasi fantasmales, intangibles, desligadas de todo hilo narrativo. Sin embargo, todavía, esas imágenes son lejanamente reales y concretas, como suelen serlo las de los sueños. Y eso que, se supone, El árbol sería algo así como un documental, en el que los padres del protagonista discuten si talar o no una vieja acacia, situada al frente de su vieja casa de Banfield. Eso sería todo, y sin embargo es casi nada: lo que parece interesarle a Gustavo Fontán (Buenos Aires, 1960) no es tanto la imagen visible como la latente, esa que se vislumbra entre un plano y otro. Expresión, tal vez, de otras fronteras: la que está entre la vigilia y el sueño, entre lo tangible y lo inaprensible. ¿Entre la vida y la muerte?
Cuarto largometraje de Gustavo Fontán (contando documentales, ensayos experimentales y películas de ficción, films estrenados e inéditos), El árbol es uno de esos diamantes frágiles, luminosos y casi secretos que cada tanto el cine argentino entrega, y de los que películas como Hamaca paraguaya y Porno son muestra reciente. No hay una sola imagen de El árbol que no haya sido tomada de la realidad. Es más: el entorno, la argamasa con la que Fontán trabaja, es fácilmente adscribible a un realismo barrial argentino, con casas viejas, patios, glicinas, la presencia de los vecinos y la cocina como núcleo cotidiano. Si en su punto más bajo ese realismo pare el costumbrismo (el propio Fontán había quedado atrapado ahí, en su hasta ahora único largo de ficción, Donde cae el sol, de 2002), aquí el realizador hace la operación inversa y lo eleva hasta la abstracción, con un simple procedimiento de mirada. El procedimiento consiste en observar el detalle mínimo antes que el hecho, lo que queda fuera del campo de acción en lugar de lo que ocupa el centro, aquello que suele darse por conocido y sin embargo una mirada distinta puede iluminar como si fuera nuevo.
El método queda claro de entrada, antes de los títulos incluso, cuando se ve a la sesentona María (María Merlino, madre del realizador) realizando el más banal y mecánico de los rituales: colgar ropa en el patio. Al filmarlo en planos-detalles (el broche, la mano que lo engancha, la brisa que acaricia la ropa, las gotas que caen sobre el piso) de pronto, súbita y milagrosamente, ante los ojos del espectador colgar la ropa ha pasado a ser algo distinto. ¿Ha pasado a ser qué? Básicamente, una cadencia casi musical de tempos y de luz, en la que el modo en que el rayo del sol incide sobre el plano y el tiempo en que cada plano se expone y se entrelaza con los que lo siguen y anteceden lo es todo. Suite visual y musical en 65 minutos, no es que El árbol no tenga temas de los que hablar. Muy por el contrario.
En principio está la cuestión de la acacia, que no es una sino dos. Dos acacias contiguas, plantadas frente al hogar de los Fontán, de copas entrelazadas. Dos acacias tan viejas como los dueños de casa, que están en esa edad en la que se mira pasar el tiempo (como sucede sobre todo con él, con Julio), se vive entre recuerdos de muertos queridos (como es el caso de ella, de María) o se proyectan viejas diapositivas sobre la pared (como hacen ambos). María quiere podar la acacia seca. Luis se resiste a hacerlo y riega la corteza carcomida en primavera, como si el tronco no estuviera invadido ya de hormigas y babosas. “Me parece que lo que pasa con tu abuelo es que como plantó el árbol cuando nació tu papá, no quiere tirarlo abajo”, le dice María al nieto, cuyo padre podría ser (o no) el propio realizador.
Si un tema discurre claramente a lo largo de El árbol es el tiempo. Y su primo, la muerte. El tiempo está presente en la piel apergaminada de María y Julio, en el modo lento en que los pies de ella se arrastran por los pasillos, en la manera en que él revisa su museo de anteojos personales y no logra encontrar el que usa, en el canturreo de la voz de ella, cuando recuerda su reiterado sueño de todas las noches o enumera el nombre de los parientes que ya no están. Pero también en el modo en que el agua con la que se baldea el patio se filtra lentamente entre las lajas, desparramándose como si fuera el tiempo mismo. ¿Puede llegar a ser profundamente sobrecogedora la simple imagen del agua discurriendo en todas las direcciones, como sucede aquí? ¿Por qué, en tal caso? Difícil precisarlo, pero daría la sensación de que la delicada manera en que Diego Poleri persigue el sol y sus reflejos, los sonidos captados por Javier Farina y los planos que Marcos Pastor funde y encadena como acordes tienen todo que ver con ello.
El árbol se abre con una muy pertinente cita del poeta entrerriano Juan L. Ortiz, sobre el que el realizador prepara un próximo trabajo. Del mismo modo, ha filmado ya documentales sobre los poetas Jorge Calvetti y Jacobo Fijman, sobre Marechal y Macedonio. Es posible que El árbol –que se exhibe en cuatro salas porteñas, en impecables copias de 35 mm– no necesite hablar de poesía, simple y definitivamente porque lo es.
9-EL ARBOL
Argentina, 2006.
Dirección y guión: Gustavo Fontán.
Fotografía: Diego Poleri.
Intérpretes: Julio Fontán y María Merlino.
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