Lunes, 26 de febrero de 2007 | Hoy
CINE › VOLVIO A GANAR EL PREMIO A LA MEJOR MUSICA ORIGINAL
En una ceremonia sin tendencias claras, el argentino, que compuso la música de Babel, festejó por segundo año consecutivo.
Por segundo año consecutivo, Gustavo Santaolalla se llevó anoche el Oscar a la mejor música original que otorga la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood. La temporada anterior fue por Secreto en la montaña y anoche se volvió a consagrar con la misma estatuilla por Babel, del mexicano Alejandro González Iñárritu. “La identidad de esta película va más allá de países y religiones; le agradezco a mi mujer Alejandra, a mis hijos, a mi mentor González Iñárritu. Y dedicó este premio a Argentina y a todos los latinos”, dijo emocionado Santaolalla, que en los días previos había asegurado a la prensa que no creía posible repetir la hazaña.
Su doblete, que se conoció pasada la una de la madrugada de hoy en Argentina, no hizo sino consolidar la presencia de la llamada “Banda Latina” de Hollywood. Al cierre de esta edición, los premios se estaban repartiendo salomónicamente entre varias de las películas candidatas, sin que se notara una clara tendencia, salvo el predominio en los rubros técnicos (fotografía, maquillaje, dirección artística) de El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro, lo que hizo flamear varias banderas mexicanas en la inmensa platea del Kodak Theater.
Después de una confusa apertura con imágenes y palabras de los candidatos, arruinado a su vez por un doblaje torpe y fuera de sincro, la presentadora de la noche, Ellen DeGeneres, dio oficialmente por inaugurada la ceremonia, que comenzó media hora más tarde de lo habitual, a las 22.30 hora argentina. “Siempre fue mi sueño ser la anfitriona de la noche y me hace particularmente feliz que sea en esta edición tan internacional”, cumplió DeGeneres, mientras las cámaras enfocaban a nominados españoles, mexicanos y japoneses.
A partir de allí, disparó su stand-up comedy show, en el que empezó diciendo “que sin gays y sin negros una ceremonia del Oscar es impensable”, ante el aplauso políticamente correcto de la platea. Y después hizo el infaltable chiste político: señaló que Jennifer Hudson (la estrella sorpresa de Soñadoras) no había sido elegida por la audiencia del reality show American Idol, pero estaba a punto de llevarse un Oscar. “En cambio Al Gore (y la cámara inmediatamente se posó en él) ganó su última elección y aquí está”, en alusión al fraude en el estado de la Florida que lo dejó afuera de la Casa Blanca, seis años atrás. De más está decir que la comunidad de Hollywood –donde Gore tiene sus principales adherentes para una nueva candidatura demócrata– celebró con risas y aplausos el dardo a la administración Bush.
El propio Gore –cuyo documental La verdad incómoda se llevó la estatuilla al mejor documental– tuvo oportunidad de hacer su propio gag cuando subió al escenario junto a Leonardo DiCaprio y amenazó con lanzar allí, frente a miles de millones de teleespectadores, su nueva candidatura presidencial, y justo en el momento en que estaba por hacerlo la música que provenía del foso de la orquesta le tapó deliberadamente sus palabras, antes las sonrisas de todos, empezando por las del político.
Tuvo que pasar casi una hora para que apareciera el primer premio de importancia de los 24 en juego: el del mejor actor de reparto, que fue a parar a manos de Alan Arkin, por su abuelo irreverente y malhablado de Pequeña Miss Sunshine. A las manos es un decir: lo primero que hizo Arkin, como si todavía fuera el personaje de la película, fue dejar la sagrada estatuilla en el piso del escenario para sacar de su bolsillo un discurso de agradecimiento que aterrorizó a los organizadores, aunque fue bastante más breve de lo que amenazaba.
Poco después, William Monahan le daba una primera alegría al equipo de Los infiltrados, cuando se llevó el Oscar al mejor guión adaptado. Este premio fue precedido por un magnífico montaje de secuencias clásicas con guionistas y escritores enfrentados a la página en blanco, que culminó con un súbito regreso al Kodak Theater y un primerísimo primer plano de Jack Nicholson completamente rapado, haciendo monerías frente a cámara, simulando escribir en un papel minúsculo todo aquello que no habían podido hacer los personajes precedentes.
Dos horas antes de la gala, estrellas de etiqueta empezaron a descender de las limusinas para desfilar por la alfombra roja, como preludio habitual a su ingreso al teatro Kodak, donde 3400 invitados presenciaron la entrega de las estatuillas. Los vestidos escotados y de sedas finas –como los de Jodie Foster, Gwyneth Paltrow y Rachel Weisz y Elisabeth Shue– desafiaron temperaturas inferiores a los 14 grados y vientos fríos en una California que, además de traicionar su fama de estado dorado, obligó ayer a todos aquellos que carecían de fama portar hasta bufanda.
A las 9 de la mañana (hora de Los Angeles), ya había decenas de personas situadas ante las vallas de seguridad colocadas por la Policía de Los Angeles en todo el perímetro alrededor del centro comercial Hollywood & Highland, en el que se halla el teatro Kodak. Los puestos más codiciados eran los situados en el cruce entre el bulevar Hollywood y la avenida Highland, en el que se encuentra el acceso a la famosa alfombra roja, donde la actividad era frenética, como en las gradas laterales ocupadas por un centenar de fotógrafos y más de 200 miembros de equipos televisivos. “Hoy es un día realmente interesante para trabajar aquí. ¡Qué mujeres!”, comentaba un policía, fascinado por actrices y periodistas televisivas como la espigada rubia que, ataviada con un espectacular traje de noche fucsia, transmitía una crónica encaramada sobre unos cajones para que la cámara pudiera captar un gigantesco Oscar situado ante el teatro.
Como requiere en su normativa la Academia de cine de Hollywood, el brillo de la velada imponía que no sólo actores y actrices lucieran sus mejores galas sobre la alfombra roja, sino también los reporteros que estaban en ella e incluso en la sala de prensa. Entre tanto, personal de la organización buscaba a invitados cartel en mano, con nombres escritos como los de Robert Downey Jr. y Catherine Deneuve, actores de fama mundial que, si podían pasar inadvertidos en algún sitio, era en el Kodak Theater ayer por la tarde. Frente a ese frenesí, la avenida Highland presentaba una imagen inusitada por el corte del tránsito, que hacía posible caminar tranquilamente por en medio, algo suicida cualquier otro día del año por el constante tráfico que la atraviesa.
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