CINE › OPINION
› Por Albertina Carri *
Corría el año 2003 cuando Los rubios, mi segundo largometraje, tomaba las salas de cine y conmovía las almas de algunos espectadores. Eso sucedió cinco años después del comienzo del proyecto. Durante esos cinco años, el material se fue acumulando. En cuanto empecé a trabajar, la madre de mi papá me entregó unas cuantas valijas que guardaban, intactos, desde los cuadernos escolares de su hijo hasta cada una de las burocráticas respuestas que obispos y funcionarios le enviaron cuando ella pedía por su vida. La tía de mi madre también me entregó esas cajas con documentos que ya nadie revisaba. De la casa de cada persona que entrevisté, me retiraba con algún souvenir del tipo: “En esta foto, a tu padre acaban de sacarle una muela”, “ahora que te veo, me gustaría que estas cajitas, que compró tu madre cuando viajó a Perú, las guardes vos”, y así, al mismo tiempo que la película, la memoria de mis padres fue engordando.
Por primera vez, yo era la custodia. Ocupaba el rol que siempre había correspondido a mis hermanos mayores, y me sentía orgullosa. Pero a la vez, tener la llave del arcón de los recuerdos era por lo menos incómodo al momento de hacer la película. Tuve que hacer un trabajo de gran desprendimiento para llegar a Los rubios.
Podría decir, entonces, que hago este libro para liberarme de ese rol. Pero sé que es una mentira. Ya nada me liberará de él; de algún modo hacer la película fue reclamar ese lugar, el de la memoria singular y privada, aun formando parte de la historia de un país. Por lo tanto seguiré guardando con orgullo las pocas cosas que se salvaron de la mano despiadada y asesina de los militares, las pequeñas cosas que la familia guardó como último bastión frente al más inenarrable de los horrores.
Sé que seguiré llorando cada vez que lea ese “portate bien” que con tanta insistencia me escribió mamá desde su cautiverio. Y sé que el orgullo será capaz de desplazar cualquier otro sentimiento cada vez que evoque a mis padres. No hay modo de desprenderse de los recuerdos, sólo los puedo reinventar, redefinir, releer. Pero ahí estarán, confirmando la ausencia por siempre.
Hacer este libro tiene sentido porque la película cumplió su objetivo: generó discordia, avivó el debate y se posicionó, generacionalmente, como una nueva voz. De este modo, el libro hace un recorrido por las diferentes etapas a las que se ve sometida una película para convertirse en voz.
La estructura del libro emula la estructura de una producción convencional, ordenando prolijamente una etapa después de otra. En el caso de Los rubios, preproducción, rodaje y posproducción convivieron en un mismo tiempo. Pero la memoria es engañosa y no siempre una se puede fiar de ella. Por eso en este libro, recuerdo o revivo las etapas de Los rubios de manera ordenada; como si una vez que la película estuviese terminada, siguiendo un orden cronológico de los hechos, fuera posible convertir su memoria en un órgano domesticable (...).
Toda película es lanzarse a un viaje de gran riesgo, a la manera de Ulises. Llegar a destino, asimismo, no es garantía de haberlo logrado. Sin embargo, siempre quedarán los recuerdos, las fotos, los mapas y esa nueva mirada que se despeja luego de haber atravesado territorios desconocidos.
“Itaca te ha dado un deslumbrante viaje:
sin ella, el camino no hubieras emprendido.
Mas ninguna otra cosa puede darte.”
Constantino Kavafis.
* Hoy a las 19.30, con entrada gratuita, en la sala 6 del Complejo Hoyts Abasto, en el marco del Bafici, se presenta el libro Cartografía de una película, donde Albertina Carri reconstruye el proceso de creación de Los rubios. Este texto es parte de la introducción del libro.
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