Viernes, 20 de abril de 2007 | Hoy
CINE › “LA ANTENA”, SEGUNDO LARGOMETRAJE DE ESTEBAN SAPIR
Después de un silencio de más de diez años, el director de Picado fino vuelve con una reinterpretación del expresionismo alemán y el montaje de atracciones soviético, un film planteado como una fábula sobre los medios de comunicación, con una estética retrofuture.
Por Luciano Monteagudo
Dirección y guión: Esteban Salir.
Fotografía: Christian Cottet.
Música: Leo Sujatovich.
Dirección de arte: Daniel Gimelberg.
Intérpretes: Alejandro Urdapilleta, Julieta Cardinali, Rafael Ferro, Florencia Raggi, Sol Moreno, Valeria Bertucelli.
Filmada en blanco y negro 16mm en la casa de su abuela, entre 1993 y 1995, con escasísimos dineros propios, de modo casi amateur y sin ningún crédito oficial, la ópera prima de Esteban Sapir, Picado fino, se convirtió –junto con Rapado, de Martín Rejtman– en uno de los primeros, embrionarios destellos de eso que luego se dio en llamar Nuevo Cine Argentino. No sólo el modo de producción era completamente atípico para la época, sino también la película toda, que abjuraba del costumbrismo que imperaba entonces en el cine local y a cambio proponía un film lírico, de una narrativa increíblemente libre, fragmentaria, tributaria tanto del cine de Godard como del de Eisenstein y con la cual daba cuenta de las desventuras de un adolescente casi mudo al que le costaba ver el mundo exterior, salvo por su caótico sistema de signos. Ahora, después de más de diez años de ausencia (en los que trabajó como director de cine publicitario), Sapir vuelve como si nada hubiera sucedido, con otro film –La antena, apertura del Festival de Rotterdam y clausura del Bafici– que no responde a nada ni a nadie que no sea el propio mundo privado que anida en la cabeza del director.
Como su antecesor, La antena también es un film completamente atípico, fuera de norma, en blanco y negro, pero ahora los recursos que Sapir puso a disposición de su nueva película son infinitamente mayores, particularmente en el proceso de postproducción, llevado a cabo en la compañía productora ladobleA, que el director comparte con José Arnal y Gonzalo Agulla. A diferencia de Picado fino, que no aspiraba necesariamente a narrar las peripecias de su protagonista, sino más bien a transmitir sus estados de ánimo, La antena tiene un cuento para contar, un poco a la manera de una fábula. En una época imprecisa, que alude tanto a los años ‘30 como a un futuro cercano, previsiblemente totalitario, una ciudad entera ha perdido la voz y vive en el invierno de su descontento, a merced del Señor TV (Alejandro Urdapilleta), un personaje siniestro y poderoso que impone las imágenes que consumen sin cuestionar los habitantes de esa metrópolis, deudora en su diseño tanto de la de Fritz Lang como de las de los DC Comics.
Como si quisiera tomar revancha de todos estos años que le ha dedicado a la publicidad (con la que paradójicamente pudo producir su película), Sapir muestra a la televisión como un hipnótico instrumento de dominación, capaz de inducir al consumo compulsivo de los productos del monopólico Señor TV. Su secreto para seducir a la audiencia es una máquina que funciona con el cantar de una voz, la de la única mujer que no ha perdido el habla y a la que secuestra para sus horribles fines, contra los que luchará El Inventor (Rafael Ferro), un gris empleado del canal convertido junto a su mujer (Julieta Cardinali) y a su hija (Sol Moreno) en héroe accidental.
Lo que sucede con La antena es que su fábula es mucho menos interesante que su formulación visual. Formado como fotógrafo, Sapir –junto con su director de arte, Daniel Gimelberg– propone una constante reinterpretación del cine mudo, un patchwork alimentado tanto por el expresionismo alemán como por el montaje de atracciones soviético y el surrealismo francés. En cada plano, Sapir parece sentirse en la necesidad de inventar una sorpresa, proponer un detalle, llamar la atención de la retina, y lo que en un principio impresiona como un auténtico desborde de imaginación, después, con el transcurrir del relato, corre el riesgo de convertirse en un sistema por momentos abrumador. En este sentido, no ayuda la omnipresente música de Leo Sujatovich, demasiado solemne y enfática. La impresión que provoca La antena es que el enorme peso de su producción termina por imponerse a su realización, una ecuación inversamente proporcional a lo que sucedía con Picado fino.
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