Viernes, 31 de agosto de 2007 | Hoy
CINE › “EL SALTO DE CHRISTIAN”, DE EDUARDO CALCAGNO
Dirección: Eduardo Calcagno.
Guión: E. Calcagno, con la colaboración de Alejandra Laurencich.
Intérpretes: Moro Anghileri, Nicolás Pauls, Gastón Pauls, Silvina Bosco, Patricio Contreras, Alicia Zanca, Amelita Baltar y Mirtha Busnelli.
El salto de Christian es de esas películas que mueven a preguntarse qué se habrá propuesto su director al hacerla. Si bien es cierto que ninguna de las anteriores de Eduardo Calcagno podía calificarse de brillante, tanto Los enemigos como El censor y Yepeto tenían dónde apoyarse, ya se tratara de los guiones de Alan Pauls como de la obra de Roberto Cossa. En esta ocasión da la sensación de que el realizador prefirió dejarse llevar por la incerteza, tal como lo hace la protagonista de la película, que larga su puesto de peluquera de Giordano y sale a la ruta. Pero, como le sucede a ella, en el camino y con un guión a medio cocinar parecería no saber bien qué hacer y termina haciendo poco y nada.
Abandonada por sus padres y criada en un convento, cuando se entera de la muerte de la monja que la crió, Lucía (la siempre exquisita Moro Anghileri) deja la peluquería y se toma el primer ómnibus que pasa. Lo primero que hace al llegar a Claromecó es intentar volverse, pero como para hacerlo tiene que esperar hasta el día siguiente, finalmente se queda. Conoce al dueño de la tienda de ramos generales, que en tren de levantársela le ofrece vivienda (un Gastón Pauls de bigotes), a un pescador al que cree gay (un Nicolás Pauls de barba), a un viejo que levanta un barrilete (con una caña de pescar) mientras extraña a la mujer que lo abandonó, a uno que pasa en bici con una flecha de utilería saliéndole del pecho, a un grupo de rock que hace que toca (la gente del pueblo no los deja hacer ruido), al jefe de policía del lugar (el distribuidor de la película, Pascual Condito) y así. Como todos le hablan de una suerte de mito de la zona, un danés llamado Christian, parecería que se obsesiona con él e intenta poner un cabaret, que es algo que aquél habría querido hacer. Pero al final no la dejan y no lo hace, prefiriendo tener tres encuentros sucesivos con Amelita Baltar, Alicia Zanca y Mirtha Busnelli, que se alinean, una detrás de otra, en los últimos cinco minutos.
Apelando a una oposición elemental entre intolerancia y progresismo (si es que el personaje de Moro Anghileri, o el hecho mismo de abrir un cabaret, pudieran representar esto último), pinceladas de sátira pueblerina (los “paseos turísticos” que carecen de todo interés) y de costumbrismo mágico (el poeta de la flecha clavada, el nostálgico del barrilete) se entremezclan con retazos de culebrón no asumido (la historia de Lucía, digna de un teleteatro mexicano), tiempos muertos y momentos en los que, por deficiencias de sintaxis, no se entiende bien en qué tiempo o espacio transcurren determinadas acciones. Esto sucede, notoriamente, en una escena en que Lucía conoce a una vecina, se separan y de inmediato se vuelven a encontrar, cada una en una bici y sobre un puente. O no.
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