Domingo, 9 de diciembre de 2007 | Hoy
CINE › ENTREVISTA A JOHN CUSACK
Mordaz y descreído, protagoniza con igual soltura una película de terror y un drama sobre la guerra de Irak.
Por Elsa Fernández Santos
Desde Londres *
A la larga puede ser mejor resistir en la segunda fila. John Cusack (Illinois, EE.UU., 1966) no robó el protagonista a Rob Lowe ni a Andrew McCarthy. Pero casi treinta años después de debutar en películas como Class, Dieciséis velas o Cuenta conmigo, su carrera se encuentra entre las más interesantes de una generación que nació en los ochenta y se perdió en los noventa. Mientras las adolescentes suspiraban con la belleza angelical de sus compañeros de reparto, Cusack se inventaba una máscara capaz de aguantar la difícil erosión del tiempo.
El exceso de focos hirió –en algunos casos, de muerte– a gran parte del llamado Brat Pack, el grupo de cachorros de Hollywood que nació a la sombra de los neones de los ochenta, los brillos fucsia, el gel capilar y las hombreras. Con su aspecto de cínico encantador, John Cusack permaneció en un discreto segundo plano. Si nadie te ve demasiado, nadie puede hacerte demasiado daño: ésa fue la filosofía de un actor que detesta abiertamente cualquier signo de celebridad.
En 1984, Cusack, miembro de una saga de actores y actrices curtidos en el cine y el teatro independientes, debutaba como compañero de instituto de Rob Lowe y Andrew McCarthy en Class. La película, que resulta hoy casi insoportable, se convirtió en un éxito juvenil de la época. Una especie de El graduado reo-eróticoromántica en la que Jacqueline Bisset interpretaba a una cuarentona que se metía en la cama al mejor amigo (McCarthy) de su hijo (Lowe). Capitaneando un nihilismo típicamente high school, Cusack fumaba porros y jugaba al póquer, ajeno a la tragedia que sobrevolaba el campus.
Pero al actor no le gusta recordar su pasado imberbe. Hoy, sentado en un sofá de un hotel del Soho londinense, con gorra militar, un capuchino frío en la mesa y una gripe monumental, tiene la cara pálida y embotada y pocas ganas de conversación. Estrena dos películas (1408 y Grace is Gone), de las que es protagonista absoluto. Lleva toda la mañana trabajando y recibe tumbado, con los pies sobre la mesa y una grosera sinfonía de bostezos y ruidos nasales.
En 1408 interpreta a un escritor de guías de hoteles encantados que no cree en encantamientos, y en Grace is Gone, a un padre de familia conservador que cree a ciegas en el gobierno de Bush y en la necesidad de la guerra de Irak. Ambos se equivocan. Sí. Por eso son buenos personajes, estimulantes. Cuando la película empieza, están en un lugar; cuando acaba, en otro muy distinto.
–1408 es una película de terror. Pese a que su carrera es muy ecléctica, se trata de un género que había tocado poco.
–Es un género que me gusta como espectador.
–¿Cree en lo sobrenatural?
–Sí.
–¿Sí? ¿En qué?
–Pues en algo... ¿Por qué no?
–Su personaje en 1408 es un descreído militante.
–Suelen ser personajes agradecidos. Al final, sí creen en algo. Cuando no tenés nada que perder, siempre ganás algo.
–Usted produce y protagoniza Grace is Gone, la historia de un conservador que se enfrenta a la pérdida de su mujer y a su incapacidad para asumir la derrota y la pérdida. ¿Acepta el término “cine político”?
–No. Digamos que se trata de una forma elegante de entrar en la realidad política, pero no cine abiertamente político. No es de derecha ni de izquierda, sino que pretende jugar en otro lugar.
–¿Pero qué hay de malo en hablar de cine político?
–En Estados Unidos, las cosas son complicadas. Hay dos cajas. La mitad de la población se coloca dentro de una, y la otra mitad, dentro de la otra. Desde ellas se gritan los unos a los otros. Todo se utiliza como munición, y por eso creo que hay que buscar lugares fuera de esas cajas para llegar a la gente que está en las dos. Hablemos de cine humanista, que sí puede romper las cajas.
–¿Observa algún cambio en su país?
–En lo sustancial, no. La gente está cambiando, pero no la estructura de poder ni los medios de comunicación. En ese sentido estamos más corruptos que nunca.
–Pero al menos se intuyen ciertas reacciones, entre ellas la que ha provocado una ola de películas contra la guerra de Irak.
–Algo se mueve, pero es minoritario.
–La etiqueta “cine humanista”, ¿no le parece un poco blanda?
–Me parece que no es un mal lugar de partida. Es un buen lugar para empezar a emitir juicios ideológicos. Colocarse directamente en corsés ideológicos lleva a que una parte muy importante de los espectadores, los de derecha, se siente en la butaca con todos sus prejuicios. Creo que se puede hacer cine político de forma muy sutil, y de esa manera hacerlo mucho más eficaz y subversivo.
–¿Conoce a firmes creyentes en la ocupación de Irak, tipos conservadores como Stanley, su personaje?
–Sí.
–¿Dónde los ha conocido?
–Aquí y allá. El único material de un actor es la gente. Mi trabajo consiste en investigar personalidades. La de Stan, aunque es un tipo extraño, responde al arquetipo de hombre de clase media de mi país.
–¿No cree en métodos más introspectivos?
–No. Prefiero la gente. Actuar es algo que ocurre y que también se racionaliza, pero procuro no pensar mucho en los métodos. Es sólo algo que sale. No sabría decir mucho más.
–¿Cómo reconoce un buen proyecto?
–Debe ser desafiante, emocionante y raro. A mí me gustan los proyectos raros.
–Parece que usted ha tenido bastante control sobre su carrera. Ha rechazado muchas películas de estudio, algunas muy conocidas.
–Hago lo que me parece interesante. Me dejo llevar, sin filosofías.
–¿Siempre lo tuvo tan claro? ¿Incluso de adolescente?
–Sólo he intentado tomar buenas decisiones, hacer cosas muy distintas y evitar a toda costa algo que me preocupa mucho: aburrirme.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
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