Domingo, 17 de febrero de 2008 | Hoy
CINE › ENTREVISTA AL ACTOR BRITANICO DANIEL DAY-LEWIS
Tiene fama de lunático y suele meterse en sus personajes hasta lograr que hablen a través de él. Hijo de un poeta, carpintero de vocación, motociclista fanático, es uno de los grandes.
Por Pablo Guimón *
Desde Londres
Al nacer, su padre, el prestigioso poeta inglés Cecil DayLewis, vislumbró cierto potencial en aquel bebé indefenso. En el poema The newborn, publicado en 1957, dedicó a su recién nacido hijo Daniel versos como éste: “Qué pedacito de hombre he tenido, / ¡qué potencia tiene, / aunque sin fuerza todavía y desnudo como / una nuez sin cáscara!”. Tenía ojo aquel poeta comunista, casado en segundas nupcias con la actriz Jill Balcon, hija del director de los estudios de cine Ealing. El poeta tenía 53 años cuando nació su tercer hijo. Y, consecuente con sus ideas, lo mandó a un colegio público del sudeste de Londres. El compromiso ideológico cedió cuando los padres vieron que Daniel se dedicaba básicamente a vagabundear con los delincuentes juveniles de la zona. Congeniaba bien con ellos, a pesar de su origen irlandés, judío y de clase alta. La paciencia de los padres se agotó y decidieron mandarlo al riguroso internado de Sevenoacks, en el condado de Kent, el colegio secular más antiguo del Reino Unido.
El cambio fue duro, Daniel llegó a odiar aquel sitio. Y en ese ambiente estricto fue donde, con sólo 12 años, sintió lo que él llama “la necesidad”. “No me integraba en aquel internado tradicional inglés”, recuerda. “Entré a clases de teatro, y eso se convirtió en una vía de escape. Fue un chorro de luz en un mundo que parecía, en todos los demás aspectos, sombrío, oscuro y represivo. Tenía sólo 12 años, no era una criatura muy analítica, así que no me lo cuestioné mucho. Sólo recuerdo que pensé: ésta va a ser mi vida.” Su primer papel en el cine fue divertido, uno de esos que despertarían la vocación en cualquier preadolescente rebelde. Cobró cinco libras por un día de trabajo, que consistió en portarse mal con otros pibes del barrio y pasearse por una calle rayando con un pedazo de cristal una fila de coches lujosos. Fue para la película Sunday bloody sunday (1971), de John Schlesinger.
Pero el verano se acabó y Daniel tuvo que volver al colegio. Esta vez fue a otro internado más progresista, Bedales, donde estudiaba su hermana. Allí se involucró más y más en los montajes de teatro escolares, a la vez que cultivaba su otra gran pasión, que no era otra que la carpintería. Interpretó al príncipe Florizel en Cuento de invierno, de Shakespeare, y ésa fue la primera y última vez que su padre lo vería actuar. El poeta murió de cáncer en mayo de 1972, mientras Daniel, que había regresado corriendo del internado, lo tomaba de la mano.
Cuando terminó el colegio, en 1975, Daniel tuvo que plantearse qué hacer con su vida. Y optó por probar suerte en aquello que más le gustaba: decidió meterse en un taller de... carpintería. Pero de nuevo se cruzó en su vida alguien con buen ojo, que lo hizo inclinarse hacia la escuela de teatro Old Vic de Bristol. “Fue uno de los artesanos que me habían enseñado en la escuela”, recuerda. “Cuando le dije que iba a irme de aprendiz a un taller, me preguntó: ‘¿Creés que tenés el temperamento adecuado para ello?’. Yo lo maldije en aquel momento. Aquello no era lo que yo quería oír. Quería haber oído: ¡eso es maravilloso, choca esos cinco, buena suerte! Pero me preguntó si tenía el temperamento adecuado, y lo cierto es que no lo tenía. No en aquel momento. Ahora creo que sí lo podría hacer.”
–¿Qué temperamento se requería? ¿Paciente, introspectivo...?
–Yo era paciente, era introspectivo. Pero también era salvaje. Supongo que una parte de mí todavía lo es, y es la que encuentra su expresión en el trabajo que hago.
El candidato al Oscar
Ese trabajo que hace lo ha llevado esta tarde hasta aquí, una suite de un lujoso hotel londinense, para hablar de su nuevo e impresionante papel en There will be blood (Petróleo sangriento), la última película de Paul Thomas Anderson, por el que se ha convertido en el favorito para ganar el Oscar al mejor actor el próximo domingo. Compite con George Clooney, Johnny Depp, Tommy Lee Jones y Viggo Mortensen. Si lo consigue, la estatuilla acompañará a la que consiguió por su interpretación de Christy Brown, el escritor cuadripléjico protagonista de Mi pie izquierdo (Jim Sheridan, 1989). Es su cuarta candidatura al Oscar al mejor actor principal –también fue nominado por En el nombre del padre (Jim Sheridan, 1993) y por Pandillas de Nueva York (Martin Scorsese, 2002)–, un buen promedio si se tiene en cuenta que apenas ha hecho una docena de papeles protagonistas. “Nadie que yo conozca piensa en estos asuntos de premios y nominaciones –dice DayLewis–, pero tampoco conozco a nadie que no estaría encantado si lo nominaran para un Oscar. Sencillamente no pensás en ello. Nadie puede negar que lo ilusiona, pero ésa no es la razón por la que vas al trabajo.”
En Petróleo sangriento –que cuenta con ocho candidaturas a los Oscar, entre ellas, además de la de mejor actor principal, las de mejor película y mejor director–, Day-Lewis da vida a Daniel Plainview, un buscador de petróleo de principios del siglo XX que viaja a California en busca de yacimientos vírgenes que lo hagan rico y acaba descubriendo el alto precio de la riqueza a medida que se sumerge en un infierno de soledad, paranoia y barbarie. Daniel sale prácticamente en cada uno de los 158 minutos que dura una película en la que hay quien ha querido ver paralelismos con la situación actual del mundo, donde la avaricia por el petróleo ha provocado guerras y destrucción.
Pero no fue ese supuesto pozo político el que convenció al selectivo actor. “Fue el conjunto de la historia y la vida de ese hombre”, explica. “Paul (Thomas Anderson) escribe maravillosamente, a la manera en que lo hacen muchos grandes escritores. Se mete en el mundo que imagina y acaba viéndolo a través de los ojos de los personajes. Es como si ellos tuvieran su propia voz y él no fuera más que un secretario que levanta acta. El guión me pareció el examen completo de una vida, sin pestañear, sin juzgar, con coraje. Me gustó en su conjunto. Yo no suelo desmembrar las cosas en piezas pequeñas. Si algo me atrae tanto como para hacerme volver al trabajo, es la cosa en su conjunto la que me llama, no una de sus partes.” Asegura, además, que se produjo una química poco frecuente entre protagonista y director. “Sabía de Paul por sus películas, y cuando leí este guión pensé que necesitaba conocer a la persona que lo había escrito”, recuerda. “A Paul y a mí nos separan unos cuantos años, un vasto océano y ocho horas de diferencia horaria. Y, sin embargo, cuando lo conocí me dio la impresión de que hubiéramos crecido juntos. Ha sido una de las sensaciones más fuertes que he tenido en relaciones profesionales, una conexión que sólo me ha ocurrido en una o dos ocasiones más. Trabajamos muy de cerca, y para cuando empezamos a rodar parecía que nos habíamos dicho todo cuanto nos teníamos que decir, lo cual es ideal. Una vez empezás a rodar, cuanto menos hables, mejor.”
Day-Lewis se prodiga poco por las pantallas y –una excepción entre los grandes actores– apenas tiene manchas que esconder en su currículum. Dice que no lee muchos guiones. “A veces no leo ninguno –explica–. Por ejemplo, cuando termino de trabajar me paso un buen tiempo sin leer guiones. Leo libros, que son más enriquecedores. Cuando leo guiones, lo hago muy selectivamente. Si leyera todo lo que me llega, me volvería loco. La calidad media es muy pobre.”
Es conocido por preparar meticulosamente sus personajes, por sumergirse en ellos de manera casi patológica, lo cual le ha creado cierta fama de lunático. Para su papel de cuadripléjico en Mi pie izquierdo se fue a vivir a una casa en Dublín junto a un centro médico para personas con discapacidades (del que luego se convirtió en benefactor) y pasó meses estudiando a los pacientes. Aprendió a pintar con un cuchillo sujetado por dos dedos de su pie, y en el rodaje no se levantaba de la silla de ruedas ni en las pausas, obligando a miembros del equipo a llevarlo de un lado a otro e incluso a darle de comer con una cuchara.
Para meterse en la piel de Hawkeye, el inglés adoptado por guerreros indios en El último mohicano (Michael Mann, 1992), ganó diez kilos de músculo, y aprendió a pescar, a despellejar animales y a construir una canoa. En el rodaje no se separaba de su rifle, que aprendió a cargar y disparar mientras corría. Para En el nombre del padre perdió 15 kilos de peso a base de raciones carcelarias y pasó dos días con sus noches sin comida ni bebida en la celda del set de rodaje. En The boxer (Jim Sheridan, 1996) aprendió a boxear con tanto ímpetu que acabó con la nariz rota y una hernia discal. Para Pandillas de Nueva York aprendió el oficio de carnicero y el arte de lanzar cuchillos.
–¿Cómo preparó el personaje de Daniel Plainview de Petróleo sangriento?
–Las cosas obvias. Si la acción se sitúa en un período de la historia que no es el tuyo, tenés que aprender sobre esa época, sobre cómo vivía la gente; incluso en lo más cotidiano: cómo viajaban, cómo comían, cómo vestían. En este caso específico de los buscadores de petróleo, tenés que entender qué implica esa forma de vida. Pero eso son detalles. No se tarda en absorber eso, hay mucha información disponible, desde manuales de minería hasta documentos sociológicos de la época, pasando por las cartas de los mineros a sus familias, que me parecieron fascinantes. Eran hombres que abandonaban a sus mujeres e hijos en busca de ese dinero que caería del cielo. Muchos acababan rotos por la experiencia mucho antes de que encontraran un solo signo de esa riqueza. Toda esa información está al alcance de cualquiera. Pero el trabajo principal del actor es siempre el mismo, un trabajo de imaginación. Cualquier cosa que leés, ves o escuchás estimula tu imaginación de tal manera que podés empezar a crear ese mundo por tu cuenta. Ahí es donde está el verdadero trabajo. La imaginación está en la primera línea del inconsciente. Y es el inconsciente el que ostenta el papel más importante. Tenés que entregarte a la historia, y el personaje, de alguna manera, se revelará a través de vos. Suena un poco pretencioso, pero es como me gusta que sea.
–Jim Sheridan, director con el que ha trabajado tres veces, dijo en una ocasión que usted odia actuar, en el sentido de que rechaza la actuación, que necesita convertirse realmente en el personaje que interpreta. ¿La pasa mal actuando?
–No. El dijo eso, y supongo que sabía lo que quería decir. Actuar es una persecución elusiva de un sueño. Un proceso en el que nunca alcanzás aquello que buscás, el centro de la verdad. En ese sentido puede ser muy frustrante. ¿Qué actor no ha dicho alguna vez “odio este puto trabajo”? Yo lo he dicho muchas veces. Pero sólo podés tener un sentimiento tan fuerte por algo que amás realmente. Cuando lo estoy haciendo, no hay ninguna cosa en el mundo que preferiría estar haciendo. Pero cuando no lo estoy haciendo, no hay ninguna parte de mí que desearía estar haciéndolo. No sé si me explico.
Un actor muy particular
Su forma de entender la interpretación lo hace sentirse más cómodo en un rodaje que sobre las tablas de un teatro. Y aquí entra inevitablemente en escena el episodio Hamlet. Algo que ocurrió en 1989. En plena representación del drama de Shakespeare en el National Theatre, metido en la piel del príncipe de Dinamarca, Day-Lewis escapó del escenario y no ha vuelto a subirse a uno. “Todavía pienso en volver a hacer teatro. Pero no sé si lo haré. Pensar en ello es más fácil que hacerlo. En los ensayos de teatro resulta difícil guardarte esa parte privada para vos mismo, que yo considero esencial. Para mí, revelar de una manera honesta una vida que no es la tuya es una experiencia íntima y privada. Creo que cuanto más se habla, más te alejás de conseguirlo. Pero también he tenido algunas de las mejores experiencias de mi vida en el teatro, así que sería una locura por mi parte despreciarlo. Mis experiencias más felices en el teatro han sido antes de haber hecho películas, cuando no había tanta expectativa. Los actores de cine que vuelven al teatro tienen un público amplio porque la gente los ha visto en la pantalla. Es un poco como un circo. Hay otra cosa del teatro, y es que está reservado a un público muy reducido. No sólo reducido en número, sino reservado a las clases medias cultivadas. No es que me parezca mal. Pero lo que me encanta de las películas es que cualquiera las puede ver.”
A Day-Lewis, el público lo empezó a ver en 1985. Ese año le llegó su primer gran papel, el de Johnny en Ropa limpia, negocios sucios, la película dirigida por Ste-phen Frears a partir de un guión del escritor Hanif Kureishi. Cuando apareció en el piso londinense de Frears donde estaban realizando los castings, Daniel les pareció demasiado elegante para el papel. Pero el actor les mandó una carta explicando por qué era lo suficientemente duro y los convenció. La película fue un éxito, igual que Un amor en Florencia, de James Ivory, también de ese año. En Estados Unidos, los dos films se estrenaron el mismo día, y Day-Lewis impresionó a todos con dos interpretaciones tan distintas y profundas.
En un actor británico educado en la tradición de los clásicos, la opción por el cine, y más aún por el americano, puede considerarse como una especie de herejía. “Esa no fue nunca una elección que yo haya tomado”, se defiende. “Resulta que he trabajado en un buen número de películas americanas, interpretando a personajes americanos, y estoy encantado de haber tenido esa oportunidad. Deseaba intensamente hacer películas, pero en aquel tiempo estaba tan influido por Scorsese como por Tony Richardson, Lindsay Anderson o, por encima de todos, Ken Loach, cuya obra me ha alimentado desde que tengo memoria.”
Resulta un placer escuchar hablar a Daniel Day-Lewis. Acento culto con dejo irlandés, dicción pausada, voz grave, vocabulario preciso. Se muestra educado, siempre sonriente. Lleva aros en las orejas, gruesos anillos, una pulsera de plata y tatuajes en ambos antebrazos. Entre otras cosas, lleva tatuadas las manos de sus tres hijos. Desde principios de los noventa, Day-Lewis vive en Irlanda, en el campo, en un casa georgiana de cinco habitaciones llamada Castlekevin, a los pies de las montañas Wicklow. Primero la compartió con su anterior pareja, la cantante francesa Isabelle Adjani. Pero la cosa no funcionó y rompieron a los ocho meses. Las malas lenguas dijeron que el actor había roto la relación mediante un fax, pero ella lo desmintió. Y el mismo día anunció que estaba esperando un hijo de Daniel. El niño, Gabriel Kane, nació en 1995 y vive con su madre.
Un año después del nacimiento de su primer hijo, Daniel se casó con Rebecca Miller, la hija del dramaturgo Arthur Miller. Tienen dos hijos, Ronan y Cashel Blake, de 10 y 6 años, y los cuatro viven “cuando no están en su dúplex de Manha-ttan” una tranquila vida de campo en Irlanda. El mismo país donde nació el padre poeta de Daniel y donde él pasaba sus veranos de niño. Ahora, Daniel tiene la doble nacionalidad. “Siempre he estado entre los dos países”, explica. “Mis raíces están en Inglaterra, pero Irlanda era como mi jardín secreto de niño. Igual fue una jugada peligrosa elegir como residencia mi jardín secreto, pero soy muy feliz allí.”
Daniel sigue tomándose su tiempo entre una película y otra. La pausa más grande (cinco años) fue después de The boxer. Realizó una especie de regreso al pasado, sobre el que ahora prefiere no hablar, y que zanja, educadamente, en pocas palabras: “Nunca hablo de ello, pero alguien ha hablado de ello sin mi permiso”. Fueron unos misteriosos años en los que el actor se instaló en Florencia y trabajó como aprendiz de un zapatero a quien, se dice, Day-Lewis daba a cambio clases de interpretación.
También mantiene viva su otra gran afición: las motos. Con la suya, DayLewis ha recorrido mucho mundo. “Hice un viaje increíble por España, de norte a sur”, cuenta. “Recuerdo que en Salamanca me encontré con la Vuelta Ciclista y los seguí hasta León, donde me alojé en el mismo hotel que Induráin y Delgado.” Los viajes en moto eran su vía de escape personal. “Me pasaba meses viajando solo. Tengo una mochila en la que me cabe todo lo que necesito. Puedo vivir con muy pocas cosas. Bueno, en realidad, eso era antes de tener hijos: ahora tengo suerte si me puedo ir dos días”, señala.
–Y si uno de sus hijos le dijera que quiere ser actor, ¿qué le diría?
–¿No hay alguna otra cosa que puedas hacer? (risas). La verdad es que no lo animaría. Para cada persona que logra ganarse la vida decentemente con esto hay mil personas que perecen espiritualmente. Es un mundo inclemente. No. No lo desearía para ellos. Pero puedo reconocer cuando alguien de verdad necesita hacer algo. Así que lo primero que haría es intentar testear esa necesidad. Y si no necesita eso, que haga otra cosa. Eso es válido para cualquier trabajo creativo: si no lo necesitás, hacé otra cosa. En caso contrario no serás más que un falso profeta. Si viera esa necesidad en alguno de mis hijos no me interpondría en su camino. Hacer este trabajo tiene que ser la expresión de una necesidad muy profunda en vos mismo.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
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