CINE › PROPIEDAD PRIVADA, DEL BELGA JOACHIM LAFOSSE, CON ISABELLE HUPPERT
Presentado en competencia en la Mostra de Venecia, el film de Lafosse es la implacable radiografía de un desgarramiento familiar.
› Por Horacio Bernades
PROPIEDAD PRIVADA
(Nue propriété, Bélgica/
Francia/Luxemburgo, 2006)
Dirección: Joachim Lafosse.
Guión: J. Lafosse y François Pirot.
Intérpretes: Isabelle Huppert, Jérémie Renier, Yannick Renier, Kris Cuppens y Patrick Descamps.
Estreno en proyección DVD, en los cines Arteplex Centro y Arteplex Belgrano.
En películas como Rosetta, El hijo o El niño, los hermanos Dardenne impusieron lo que podría llamarse “estética de la adhesión”. En ella la cámara se pega, se adhiere a las acciones, como si los realizadores la pusieran en manos de sus personajes. En Propiedad privada, el belga Joachim Lafosse parecería querer invertir el gesto de sus compatriotas, manteniendo la cámara fija y a distancia. A la inmersión violenta en las emociones de los personajes, el joven Lafosse (nacido en 1975, éste es su tercer largo) contesta con el distanciamiento absoluto. Así, lo que los Dardenne comunican como angustia en ebullición, en Lafosse se vuelve entropía latente, plácidamente gestada, hasta estallar.
Presentada en competencia en la edición 2006 del Festival de Venecia, es una pena que en Argentina Propiedad privada (título original: Nue propriété) se estrene de apuro, con sólo dos copias en devedé ampliado. Pero se estrena. Añadiendo una nueva máscara a su galería, Isabelle Huppert es aquí Pascale, mujer separada que vive, en una casa de la campiña, en compañía de sus hijos veinteañeros, Thierry (Jérémie Renier, el chico rubio de La promesa y El niño) y François (Yannick Renier, que en la realidad es hermano, aunque no mellizo, de Jérémie). Que en la primera escena Pascale se pruebe un vestido nuevo frente al espejo, le pregunte a Thierry cómo le queda y éste le responda diciéndole si no le parece que muestra demasiado, anticipa ya la dinámica familiar patas arriba que la película presenta. Pascale funciona como la hija, Thierry como el papá, y es posible que François lo haga como la mamá, teniendo en cuenta la corriente homoerótica que circula entre él y su hermano. Daría toda la sensación de que el padre de ambos, Jan (Kris Cuppens), se fue de la familia por falta de lugar.
Bastará que Thierry empiece a sospechar de la relación de Pascale con un vecino para que vengan los celos, los reproches moralistas, las acusaciones de puta. Pascale termina haciendo lo que toda hija adolescente: se va de casa. Ante esta situación, la relación entre Thierry y François, que hasta entonces había sido de una complicidad casi simbiótica, comenzará a resquebrajarse. Primero vienen los roces, después las trompadas y finalmente un trágico accidente. El resquebrajamiento no obedece sólo a la guerra abierta entre Thierry y Pascale, sino también a que aquél empezó a salir con una chica del pueblo. François responde con una escena de celos que es tal vez el momento más incómodo de toda la película, reaccionando ante Thierry y la chica como esposa resentida.
De modo sistemático, todo esto tiene lugar en tres centros neurálgicos familiares: el comedor, el living y el baño (los dormitorios quedan fuera de escena; puede haber perversión, pero no sexo explícito en esta familia). Es en el baño donde se advierte una preocupante promiscuidad. En un momento la mamá se ducha, sin correr la cortina, al mismo tiempo que el hijo se afeita. En otro, ambos hermanos comparten la bañadera, enjuagándose uno a otro el shampoo. Cineasta absolutamente programático, Lafosse narra esta larvada disolución evitando toda opinión o subrayado dramático. Las escenas son largas, con un margen de improvisación actoral que permite gestos tan cotidianos –y raros de ver en el cine– como que uno le pase a otro comida de su plato (el amoroso gesto tiene lugar entre Thierry y François, claro está).
Donde la cámara se plantó, se queda, observando este juego de tres. Muchas veces, el encuadre se plantea de manera de contar con una suerte de segundo encuadre natural, dado por el marco de una puerta. En esas ocasiones la cámara espía desde el pasillo, produciéndose un fuerte fuera de campo (muy parecido a los que Woody Allen promovía en sus películas de los ’90), cada vez que los personajes salen de cuadro. Es lo que sucede en la escena culminante, con un brote de violencia que no se ve, sino que se adivina. Poderes del cine y de la psiquis, mostrado así resulta doblemente perverso, al redoblar la curiosidad del espectador por los hechos de sangre.
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