CINE › LLUVIA, DE PAULA HERNANDEZ, CON VALERIA BERTUCCELLI Y ERNESTO ALTERIO
Film de clima y personajes antes que de trama y argumento, la segunda ficción de la directora de Herencia es un pequeño drama de a dos.
› Por Horacio Bernades
LLUVIA
Argentina, 2008..
Dirección y guión: Paula Hernández.
Fotografía: Guillermo Nieto.
Música: Sebastián Escofet.
Intérpretes: Valeria Bertuccelli y Ernesto Alterio.
“¿Nunca hiciste algo que te sorprendiera?”, le pregunta Roberto a Alma, como entreviendo que tal vez en uno haya otros. De cómo dejar de ser uno, aunque sea por una fracción de segundo, trata Lluvia, una película sobre gente atrapada en autos, en congestiones de tránsito, en caos urbanos. Y también en relaciones insatisfactorias, en trampas del pasado, en versiones desmejoradas de sí mismos. Lo bueno de Lluvia es que no hay iluminaciones definitivas aquí, sino apenas chispazos, que permiten sospechar esos otros que hay en uno.
Lluvia es una pequeña película de cámara que a la larga requirió de una ingeniería considerable, apuntada a proveer una densa tormenta artificial durante casi todo el metraje. Es loable que, más allá de una generalizada solvencia técnica –frenada siempre antes del regodeo virtuosista–, la ingeniería no haya terminado por sobredimensionar la película. Que sigue siendo lo que fue en primera instancia: un pequeño drama de dos, tan atenuado que hasta la palabra drama suena a exceso. Film de clima y personajes antes que de trama y argumento, el opus dos en la ficción de Paula Hernández (realizadora de la más formulaica Herencia, así como del fallido documental Familia Lugones) hace coexistir, durante hora y media, a dos que si traban contacto es sólo por una circunstancia imprevista.
En medio de una impresionante galleta de tránsito, típica de Buenos Aires cuando llueven más de dos gotas, Roberto (Ernesto Alterio) se sube de golpe al auto de Alma, la chica de nombre demasiado grande (Valeria Bertuccelli). Algo pasó, él viene agitado y está sangrando. Ella reacciona primero con miedo, más tarde con irritación (por querer ser demasiado amable, el tipo se pone un poco pesado) y después con una sucesión de precavidos acercamientos y furiosos distanciamientos, motivados tal vez más por su propia soledad que por un deseo genuino. Y sin embargo, cuando se produce el chispazo, quién sabe. Con habilidad, Hernández (autora también del guión) aprovecha la cautela de ambos protagonistas para dosificar la información, ajustándola a sus tiempos y vaivenes. Cada uno esconde un secreto y éstos se irán develando de a poco, sosteniendo la atención del espectador.
Detrás de la herida de Roberto hay una larga historia de distanciamiento paterno, de deudas familiares, de zonas grises de la memoria. El secreto de Alma va en el auto, demasiado lleno de pertenencias personales para ser sólo eso. Desde ya que algo va a pasar entre ambos. Pero no da la sensación de que lo que pasa vaya a cambiarles la vida. No al menos en el terreno de lo concreto y verificable. En el otro terreno, vaya a saber. Sobrevuela el metraje el fantasma de films anteriores, a los que la película de Hernández se parece tal vez demasiado. Todo el comienzo y algo más (el embotellamiento, la tormenta, la brusca subida al auto, la relación posterior) resultan casi calcados de Vendredi soir, film de Claire Denis que pudo verse en el Bafici 2003. El carácter efímero de la relación amorosa, esa idea del chispazo circunstancial, proviene claramente de Breve encuentro y su heredera, Perdidos en Tokio. Para no mencionar La autopista del sur, el cuento de Cortázar que la realizadora admite como disparador.
Pero Lluvia logra sostenerse por sí misma, debido seguramente a la convicción con que Hernández supo construir un tono, una distancia justa con sus personajes, un balanceo muy medido entre el secreto y la develación. Además de aciertos muy específicos en la puesta en escena, como cuando deja fuera de foco al marido de Alma o evita el contraplano del padre de Roberto, en una cama de sanatorio. En ambos casos no se trata de caprichos expresivos, sino de ser fiel al punto de vista de los personajes. Tanto como el proceso de abstracción al que la realizadora somete a Buenos Aires, convirtiéndola en ciudad anónima. Sin duda que Hernández cuenta con un gran aliado en Guillermo Nieto, el director de fotografía de Familia rodante, Géminis y Nacido y criado, que baña la película en una tonalidad gris azulada, como de pecera (no muy distinta de la de Perdidos en Tokio, en verdad). Si el catálogo de hesitaciones y balbuceos de Ernesto Alterio suena un poco demasiado estudiado, la superdotada Valeria Bertu-ccelli lo compensa con apabullantes dosis de verdad, pasando de la más desoladora tristeza a temibles arrebatos de furia. Y siempre, en cualquier momento, ese sentido del humor que desarma.
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