Mar 03.11.2009
espectaculos

PLASTICA › LA MUESTRA DE ROBERTO ELíA EN LA GALERíA VAN RIEL

Relaciones azarosas y complejas

En su nueva exposición, el artista logra que el encuentro visual, poético (¿casual?) entre formas, situaciones y materiales amplíe los sentidos de la cotidianidad y la rutina hasta hacerles tomar visos de excepcionalidad.

› Por Fabián Lebenglik

Hay un elemento que funciona como punto de partida: un extraño cristal de pirita; su forma y reflejos. Se trata de un pequeño volumen de formas geométricas compuestas por un cubo mayor con otros más pequeños, incrustados, que parecen repetir de un modo complejo la misma forma geométrica con asombrosa recurrencia. A su vez, esta forma está apoyada sobre un dibujo de un cubo (de la proyección de un cubo) que se refleja de manera múltiple en las caras de los cubos de pirita. Esto podría sintetizar en parte la poética de Elía: una combinación de encuentros, sincronías y hallazgos. Maneras sutiles de establecer relaciones azarosas y complejas entre los objetos y el mundo, entre el mundo y la subjetividad.

“Estos hallazgos –cuenta Elía– son encuentros y recurrencias que abren lo que hago hacia nuevas posibilidades y certezas respecto de lo anterior. Ante cada hallazgo se abre para mí un campo de trabajo y una serialidad, hasta que en un momento paso a otra cosa.”

El alcance de sentido en la obra de Elía es enorme, y resulta inversamente proporcional al relativamente módico repertorio de materiales que maneja: Sus trabajos evocan más bien ideas y objetos elementales, simbólicos, en los que se condensan sentidos acumulados a lo largo del tiempo. Podría decirse que Elía es también un coleccionista de imágenes, objetos encontrados, y textos, que él analiza hasta colocarlos en un contexto elocuente, desde lo visual, lo conceptual y lo poético. A lo largo de los años esas ideas-fuerza se van destilando como si el artista buscara agotarlas: pero cuanto más cerradas se supone serán las posibilidades, más probable será al mismo tiempo un nuevo hallazgo de imágenes que luego transforma en propias, investigando exhaustivamente hasta agotar sus posibilidades formales y referenciales.

En sus muestras cada elemento básico elegido (aquí serían la figura del cubo y el broche de madera) resume, en una composición fragmentada y constructiva, algunos de los elementos constitutivos de su poética y por lo tanto de su “colección”. En la obra de Elía la cotidianidad y la rutina adquieren siempre el halo de la excepcionalidad.

“Toda mi obra anterior –explica Elía– está en perpetua revisión: supongamos que veo algo que hice hace veinte años, ya sea porque lo tengo yo (y no lo veía hace mucho) o porque lo tiene algún comprador o coleccionista..., entonces trato de recordar las condiciones, ideas, lugar donde lo hice y termino recordando todo, como si lo hubiera hecho hace dos horas... Este estadio ¿vuelve?, ¿o siempre estuvo ahí?”

Uno de los elementos recurrentes en su obra es el broche de madera. A través de los años, Elía logró hacer del broche su propio Aleph: un objeto a través del cual se puede ver todo espacio, todo tiempo y toda búsqueda de sentido. Como si el trabajo con una forma (el cubo) o un objeto (el broche) buscara agotarlos y al mismo tiempo convertirlos en objetos tan universales como mágicos.

Una de las obras exhibidas se compone de cartas de una baraja propia, como si fuera un tarot inventado por él mismo, para el cual el artista relevó retrospectivamente su propia obra. “El asunto de las cartas –cuenta– consiste en una compilación de los distintos formatos del broche que usé desde que comencé en 1969, hasta ahora. Y armé un mazo de cartas. Hice hacer unos ochenta mazos: me quedé con treinta y el resto los voy a ir usando en las obras... Mientras estaba en este trabajo fui a Mar del Plata. De ahí me llevaron a Sierra de los Padres, adonde vi ‘La cueva de los pañuelos’, un suerte de caverna abierta en la que, a modo de exvotos, agradecimientos o pedidos, la gente deja sus pañuelos y algún objeto. Entre toda esa inmensa cantidad de pañuelos había un objeto hecho por una familia: un pequeño crucifijo realizado con broches de madera.” Este tipo de hallazgos es algo que me pasa todo el tiempo.

Cada uno de los trabajos de Elía está acompañado por un relato en el que la estructura es la relación fortuita entre situaciones que generan encuentros mágicos, significativos, que le permiten avanzar en sus propias series.

Hace unos años, en una de sus muestras, el artista explicitó la genealogía en la que se incluye a sí mismo: en un conjunto de pequeñas pizarras negras escritas se leían nombres entre los que estaban Xul Solar, Borges, Duchamp y Joseph Beuys. Con el título “Compañeros de ruta”, esa obra remitía a la genealogía a la que adscribe Elía.

En el caso del broche, el artista se pregunta “¿Para qué sirve? En cualquier lugar del mundo existe el mismo broche, con variantes. Tampoco hay un curso para manejarlo. Cualquiera puede comprarlo, no tiene valor. Cuando fui a Cuba me traje un broche chiquito; en Francia compré uno precioso, diseñado; en Alemania conseguí uno aerodinámico, perfecto; en Italia, uno grande... En cada sitio los broches expresan eso que sabemos... por eso es un objeto que está fuera de foco, que sólo sirve para colgar la ropa y para alguna otra cosa más. Pero ¿cómo puede haber tantas variantes?, ¿cómo puede abarcar tanto? El broche desarmado e invertido, por ejemplo, da una figura yacente. Quiero decir: La imagen se transforma y da lugar a otro proceso. La transformación del elemento abre un panorama, multiplica. Ahora siento que esta nueva juntura de cosas me da aspectos de lo real”.

Para volver al punto de partida –el cristal de pirita–, Eduardo Stupía dice en el catálogo que “la descomposición, la fragmentación, o bien, como prefiere decir el artista, la diseminación de la solidez gráfica de un elemento dado, en el juego prismático irregular que ofrece la piedra, le revela un desarrollo desarticulado del cubo, cuya forma típica, que él incluso respeta en una de las instancias de la serie, enseguida se desglosa en una articulación de encastres, de segmentos cuadrangulares ensamblados en una rítmica consecutiva, que parecen sugerir la noción de secuencialidad seriada, en lo que se insinúa como el virtual inicio de todas las variables arquitectónicas posibles de ese cubo disuelto, primero en el puro reflejo y luego en el plano, otro espacio-reflejo. Para Elía, la imaginación geométrica, que él puede transitar pictórica, lineal o constructivamente, no sería tanto la propiedad o el usufructo de recursos para trabajar al amparo de determinada lógica de superficie, espacialidad, profundidad o subdivisión de un soporte, sino la impregnación en el artista de las maneras en que se manifiesta una transformación no sólo formal sino analógica, a partir de una consigna básica, y que él se limita a registrar apelando a diversos formatos y manipulaciones, siempre tan sensoriales a la par de materiales.”

Roberto Elía maneja una particular idea de realidad en la que siempre la vida rutinaria adquiere un carácter mágico y una dimensión nueva, excepcional. Las diferentes líneas de realización de su obra podrían pensarse como líneas de fuga. Pero también como paralelas que el artista –violando la lógica– hace confluir en un punto preciso, para darles la forma de una obra de arte. Cada pieza surge de la mágica intersección de materiales, funciones, ideas, culturas, lenguajes, saberes y placeres. Esta confluencia de mundos se da en todos los niveles de la obra, pero primero en el visual.

* En Van Riel, Juncal 790, hasta el 20 de noviembre.

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