PLASTICA › EN EL MUSEO TAMAYO, UNA INSTALACIóN SOBRE LA CIUDAD DE MéXICO
La ciudad de México D.F. no da tregua ni respiro, entre otras cosas porque es cada vez más difícil de transitar. El artista portugués Pedro Cabrita Reis (Lisboa, 1956) reflexiona en “La línea del volcán” sobre el horizonte de la ciudad.
› Por Fabián Lebenglik
Transitar por las calles del D.F. es complicado, mucho más que por las de San Pablo y por supuesto muchísimo más que por las de Buenos Aires (incluidos los piquetes). Los sectores de la ciudad territorialmente más familiares, en los que nos manejamos a diario y que en la Argentina nombramos como “barrios”, aquí se llaman colonias y pasar de una colonia a otra suele ser difícil, largo. El mismo nombre de “colonia” para circunscribir la zona más “pequeña” de la ciudad supone una trama de sentidos de mayor complejidad que la del barrio. Moverse aquí suele ser el resultado casi exclusivo de la necesidad: de lo contrario hay que pensarlo varias veces. Pero todos necesitamos desplazarnos. Y como las distancias son enormes, la topografía es irregular y la ciudad en su mayor parte parece haber sido planeada para los autos y contra los peatones, no queda otra que ir en auto, ómnibus o metro. El metro constituye una experiencia física de máxima compresión de los cuerpos (del propio y de los ajenos), a tal punto que cada formación de trenes subterráneos cuenta con un vagón reservado para mujeres y niños, de modo de no someterlos a las avalanchas y apretones. La alternativa del metro es el colapsado transporte de superficie. A veces ir de una colonia a otra puede tomar una hora, o tal vez dos; y por lo tanto programar más de una o dos actividades al día resulta generalmente ilusorio. El tiempo, en México D.F., es una variable muy flexible y abstracta, que puede tomarse quizá como referencia, pero casi siempre lejos de cualquier precisión. Y la duración de ciertos ritos sociales, como los almuerzos de trabajo, se extiende, algunas veces, hasta tres, cuatro o más horas. Paciencia.
La ciudad, ubicada en un pozo gigantesco y rodeada de montañas y volcanes, está visiblemente contaminada, cosa que se comprueba al aterrizar o despegar en un aeropuerto que por el monstruoso crecimiento ciudadano quedó inscripto en una zona que de a poco va siendo parte de la trama urbana.
Para organizar la agenda en esta ciudad lo más razonable es pensar en una actividad por la mañana y otra por la tarde. Cualquier otro plan debe someterse a la amplia flexibilidad temporal de todos los cronogramas obligadamente provisorios de esta ciudad. Los autos son infinitos y ocupan todos los kilómetros, metros y centímetros de las calles, en una continuidad y cantidad abrumadoras. Avenidas cuyos nombres suponen movimientos de masas, como “Revolución”, “Patriotismo” u “Obrero mundial”; o incluso nominalmente generan desplazamientos (ideológicos) relativamente módicos, como “Reforma”, están por lo general abarrotadas de miles de autos y bocinas, ómnibus, taxis legales y aún más taxis ilegales, que avanzan a paso de hombre. Los amigos argentinos, que fueron muy bien recibidos y viven en este país, destacan un cruce único en la ciudad, en el que la ancha avenida “Revolución” se cruza con la angosta calle “Amargura”, formando la elocuente esquina de “Revolución” y “Amargura”. Una intersección que será tal vez fruto de la experiencia política y teórica de un genial urbanista, o quizá sea el resultado de la poesía del azar. En vista de la planificación urbana de México D.F., es probable que se trate del azar.
La ciudad, literalmente, no ofrece respiro. Por eso, en las visitas al intenso D.F., suele ser recomendable buscar aire y silencio en el Bosque de Chapultepec, un bellísimo e inmenso pulmón urbano, dentro del cual están, por ejemplo, el Museo Antropológico, el Museo de Bellas Artes y el Museo Tamayo. Este último, en el corazón del bosque, superpoblado de ardillas, permite refugiarse lejos de las calles y de la invasión, el calor y el sonido de los autos.
En estos días, el Museo Tamayo presenta una muestra especialmente pensada y producida para este espacio: La línea del volcán. Se trata de una enorme instalación del artista portugués Pedro Cabrita Reis (PCR), nacido en Lisboa en 1956. PCR estudió pintura en la Escuela Nacional de Bellas Artes de su ciudad natal. Su producción artística incluye pintura, dibujo, escultura, fotografía e instalaciones. Participó de la Documenta IX de Kassel (1992), la Bienal de Venecia (1997), la Bienal de San Pablo (1998) y representó a Portugal en la bienal veneciana de 2003. Presentó exposiciones en galerías, grandes museos y fundaciones internacionales.
Hasta fines de los años ochenta se dedicó fundamentalmente a la pintura, y en los años noventa comenzó a expandir su campo de acción hacia la escultura y las instalaciones, pero siempre desde una perspectiva y punto de partida pictóricos, ampliando el espectro de lo que tradicionalmente se entiende como pintura.
“Aquellas primeras pinturas –cuenta el artista en un reportaje de 2005– tenían mucha materia y algunas veces tenían cosas pegadas. A final dejé de usar pinceles, sólo empleaba un par de guantes de hule y empecé a meter las manos en las latas de pinturas y a dibujar y pintar directamente, haciendo de cada tela un objeto muy pesado. Solía trabajar en varias pinturas al mismo tiempo, teniendo varias telas alrededor del cuarto y trabajando en ellas simultáneamente. Sentí que estaba tratando más y más con el espacio y con una suerte de aspecto físico. Así que esto me empezó a generar preguntas en torno de la instalación. Lo que realmente necesitaba era un par de martillos y algunos clavos y tornillos.”
En 2008 el artista fue invitado a esta ciudad para pensar in situ y proyectar una exposición que realizaría al año siguiente. Así nació La línea del volcán, que se presenta durante casi todo el segundo semestre de 2009 en el Museo Tamayo.
Para esta exposición al artista se le ocurrió reunir materiales de construcción y objetos domésticos –vigas de hierro, puertas de madera y neumáticos encontrados, tubos fluorescentes, cables...–.
Algunos de sus temas recurrentes son la habilidad humana para construir y también la necesidad de establecer lugares para habitar. Según define, la actividad de construir es juntar y mezclar objetos heterogéneos para crear un territorio delimitado. Construir es sinónimo de presencia humana.
En este sentido, según la curadora del Museo, Daniela Pérez, “al pensar en el título del proyecto y echar un vistazo al horizonte abstracto que Cabrita Reis presenta, caemos en cuenta de que la naturaleza ha desaparecido del paisaje urbano como referente visual figurativo. Hoy en día, en ciudades como la de México, también se ha perdido el referente visual de la naturaleza: las construcciones arquitectónicas se han convertido en emblema inmediato de las delimitaciones territoriales. En esta ciudad, por ejemplo, aunque nos encontramos rodeados por los volcanes más altos del país, es casi imposible vislumbrarlos en el paisaje cotidiano. A pesar de que la obra de Cabrita Reis se enriquece de ambientes específicos, no recurre a ellos para establecer significados. El resultado es un gesto artístico en el que pondera la calidad abstracta de la obra y en el cual se yuxtaponen valores simbólicos de materiales sencillos”.
Vigas, paredes pintadas, luces, cables, puertas, neumáticos: es un resumen bastante ajustado de lo que se puede ver en ésta y en muchas ciudades. Aquí, en esta exposición, su orden y disposición está recompuesto en una organización que busca un orden distinto, otra estructura, con un ritmo casi de partitura, con una métrica precisa, que invita al visitante a meterse en la obra, pensar, buscar sentidos.
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