Mar 02.11.2010
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PLASTICA › PLASTICA EL LIBRO DE ANA GALLARDO, QUIEN EXPONE ACTUALMENTE EN LA BIENAL DE SAN PABLO

Un buen momento entre palabras y cosas

La artista argentina, cuya instalación Un lugar para vivir cuando seamos viejos es uno de los puntos de interés de la Bienal de San Pablo –que sigue hasta diciembre–, acaba de publicar un libro sobre su obra de la última década.

› Por Alejandra Aguado *

Cuenta Ana que una tarde de 1998, mientras intentaba poner orden final en su taller decidida a abandonar el arte, ese mismo orden le devolvió las ganas de producir obra. Como para visualizar mejor aquello que tenía que encontrar nuevo destino y descongestionar espacios, había comenzado a ubicar sobre la pared, de manera alineada, herramientas y objetos que sostenía al muro con cinta adhesiva de papel, un elemento que en ese entonces parecía no servirle más a sus fines de pintora. En ese gesto de clausura, en el que al adherir los objetos a su vieja pared estaba –más que planeando deshacerse de éstos– aferrándose a ellos y enfatizando su lugar de pertenencia, se encontraba el germen del trabajo que la define desde entonces y en el que se concentra esta publicación: una práctica escultórica y relacional que comunica a través de la fuerza del objeto –el ready-made– nociones en torno de la identidad y la pertenencia y que busca modos de plantarse como singularidad ante el mundo, presentándose sin pudor con lo que se tiene, lo que se fue y lo que se es.

La relación de Ana con el arte –que inicialmente se tradujo en una serie de pinturas– estuvo fuertemente incentivada por su deseo de estar con su madre, pintora también, que falleció cuando ella era una niña. El olor a trementina y a las estufas de kerosén del primer taller al que asistió, de Miguel Dávila, le recordaron a ella y cuando lo visitó por primera vez no dudó ni por un momento de que eso era lo que buscaba, de que ése era su lugar. Sin embargo, fue recién la escultura, la instalación y una práctica basada en el diálogo el tipo de obra con que sintió podía expresarse de manera más genuina. Hoy no parece casual que haya sentido la necesidad de dejar el trabajo solitario de pintor. La fuerza de su obra tal como la produce desde 1998 parte de la capacidad de Ana de salirse del estudio, transitar el barrio o la ciudad, generar una relación con otro y en ese recorrido religar las cosas y los hombres con quiénes son a través de una indagación acerca de sus deseos, sus frustraciones, sus cosas, sus lugares y sus recuerdos. De su obra pictórica sigue vigente su interés por representar la interioridad y elementos que simbolizan momentos clave de la historia personal. Queda también la cinta de pintor y la acción de colgar, consciente de que dispuestas sobre la pared-plano –muy a la manera de la cama de Rauschenberg– y distraídas de su funcionalidad, las cosas del mundo cobran un carácter revelador. De su aspiración por restablecer el lazo con su madre queda su continua búsqueda por reconstruir un mundo femenino y su afinidad por el retrato, que comparte con ella. Pero más importante aún, queda un modo de hacer arte que se ha traducido en una obra que evoluciona, tal como la define Ana, “como un proyecto afectivo”.

El trabajo de Ana no tiene limitaciones formales ni se restringe a un único medio. En su versatilidad, sin embargo, sabe mantener una economía de medios y el sabor de lo doméstico –como proyecto, a grandes rasgos, su obra reformula la “casa”, o lo que la constituye, en el espacio público y genera para aquello que exhibe un mundo de asociaciones tanto en relación con la precariedad como con la seguridad–. Parte de su trabajo está constituido por objetos de alto valor personal, ligados a historias amorosas no sólo en el sentido de la relación de pareja, sino también de la del hombre con las cosas y con los lugares. Estos elementos cotidianos –cosas viejas y gastadas– se muestran a veces aislados, con algo de la carga espiritual que la domesticidad adquiría en un bodegón del siglo XVII, o combinados en formas escultóricas cuyas dimensiones sobrepasan lo hogareño y en las que lo familiar se torna amenazador e inquietante. Las obras también pueden estar conformadas por historias de momentos que han marcado a su protagonista pero que se tienen olvidadas, encajonadas u ocultas y cuya reconstrucción –que es más que nada una estrategia de reconstrucción del yo– supone la emotiva decisión de reavivar la memoria. Asimismo, cobra forma en dibujos que se multiplican como estudios de aquellos objetos y de aquellas historias que nos pertenecen, como si dibujarlos nos permitiera tanto reencontrarnos con ellos como reposeerlos. Y se aferra también a la arquitectura: en ocasiones, dibujos y textos impregnan paredes blancas y en otras, muebles y objetos son obsesivamente sujetados al piso o a la pared con metros y metros de cinta de pintor como echando raíces (o mejor dicho, como si Ana quisiera que echaran raíces). Otras piezas, por último, también involucran un viaje. Este –documentado en video– cobra carácter de rito: implica un reencuentro, una celebración o una renovación.

Excepto por una serie de trabajos tempranos en relación con problemáticas sociales como Manifiesto Escéptico (1999) y Material Descartable (1999), los objetos, dibujos o textos con que Ana comunica esta intimidad a su audiencia parten de vidas concretas. Pertenecen a personas que la artista nos presenta en el título de sus trabajos: Mi Tío Eduardo, Mi Tía Rosita, ella misma en su Autorretrato o en su trabajo Patrimonio, Mi Padre, Eva Amor, Marie Ange, sus colegas artistas o Muguette, entre otros. Todos ellos han respondido a la propuesta de Ana de recordar una historia afectiva y, en diálogo con ella, sintetizarla en un objeto, un texto, un dibujo, un proyecto o una canción que generalmente ejecutan en colaboración con ella. La artista, por su parte, se vuelve a la vez confidente, agente y guía en este proceso confesional, catártico y generativo, y el objeto o proyecto presentado se explora en su capacidad no sólo de reconstruir memoria, sino también de concentrarla. Atestigua la existencia de quien lo posee y revela un mundo amoroso.

En tanto biográficos, los trabajos de Ana pueden pensarse como retratos en los que ella pinta quiénes somos frente al amor, la vejez, la soledad o el desarraigo. Y en los que la identidad queda definida por las vivencias en las que uno se reconoce. Ana propone entender la identidad no a través de atributos físicos, de status o de oficio, sino en términos diacrónicos –como ser que se desarrolla en el tiempo, definido por lo que fue y por lo que es; por la relación entre ese pasado (reconectado ahora) con el presente y con el futuro–. Tal vez sea Mi Tío Eduardo (2006) la obra en la que esta idea del retrato se presenta más claramente. En ese video se ve a Eduardo, en ese entonces de setenta y ocho años, mientras mira la filmación que Ana realizó de su Granada natal –que él no visitaba desde hacía cincuenta años– y que se le proyecta en la cocina de su casa en la ciudad de Rosario. Esta filmación es para el espectador inaccesible pero podemos verla reflejada en su rostro. En el film, Eduardo es esa Granada.

En términos de proceso, las obras de Ana –que reencuentran a su padre con un texto que le recuerda su llegada a la Argentina, a Marie Ange con memorias de su trabajo con niños autistas, a Lidia Barreiro con recuerdos de su primer amor o a una casa con objetos que le fueron robados, devueltos por la artista en forma de barricada– constituyen tanto ritos como estrategias para recuperar sentido buscándolo en la propia existencia. Este acto de revisión –de “sacar los trapitos al sol” muchas veces con nostalgia, otras con humor– implica una limpieza y un desahogo. En este proceso el arte recupera algo de su carácter primario: se presenta en parte supliendo una necesidad bruta de expresión que se manifiesta no sólo en esta experiencia de apertura hacia Ana (y hacia la audiencia), sino también en la propuesta que ella hace a sus retratados, por ejemplo de ponerse a dibujar o a cantar como puedan. La experiencia estética tiene que ver así con la construcción de un contexto de apertura, sosiego y contención en el que el objeto, entre muerto y mudo, o el pasado, dormido, sufren una resignificación.

Una y otra vez encontramos en el trabajo de Ana Gallardo un deseo de revisar, reutilizar y revalorar –una conciencia ecológica que, en cierto sentido, no tiene nada que ver con la ecología excepto para hacernos reflexionar que tal vez la cultura del deshecho está fuertemente vinculada con el desamor–. Frente a la tendencia de buscar insaciablemente la juventud y la novedad, propone indagar en el pasado y recomponer experiencias de otros como para armarse de un manual acerca de cómo afrontar lo que toca en la vida –lecciones que probablemente ella esperaba recibir de su madre–. Y ante la inminente transformación de la vivencia en experiencia virtual, recupera el hacer físico, el diálogo cara a cara y un asirse a la materia recordándonos qué somos en nuestras cosas. Está en nosotros descubrir en cuáles.

* Curadora independiente. Prólogo del libro con DVD: Ana Gallardo. Obras 1999-2009, que acaba de publicar la galería Alberto Sendrós.

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