Miércoles, 14 de noviembre de 2012 | Hoy
PLASTICA › YAIR BIELA ESTUVO PRESO, PERO AHORA PINTA MURALES Y SOSTIENE UNA PRODUCTORA CULTURAL
“Perdí mucho tiempo, estuve ocho años y medio preso” es la explicación que da este artista plástico para su hiperactividad: además de pintar, fundó Hacer Haciendo, a través de la cual abrió una radio y una biblioteca y organizó talleres de escritura y festivales de rock.
Por María Daniela Yaccar
Yair Biela come un alfajor barato y apunta su índice al Parque Centenario, que está cerca del departamento donde vive y del lugar donde da clases de dibujo y pintura, el Club Premier. “Así debería ser la cárcel”, postula. “No creo en las teorías que hablan de abolirla. Prefiero la quimera a la utopía. Va a seguir existiendo largo y tendido: el tema es que debería ser bien distinta.” Biela pasó ocho años y medio preso, entre institutos de menores y los penales de Ezeiza y de Marcos Paz. Recuperó su libertad hace dos años, y después de trabajar en el bar de unos amigos y de vender en la calle máquinas de coser que no funcionaban –“Era lo mismo que robar”, reconoce–, se dedica a pintar murales. Vive de eso. Pinta bares, kioscos y terrazas privadas, y objetos, como heladeras o guitarras.
El arte de Biela –que se puede conocer a través de arteyair.wordpress.com– es rocambolero, según él “una mezcla de surrealismo con historias”, muy colorido, siempre de acrílicos. No remite al encierro. “Mi obra es libre”, subraya a Página/12, en su departamento de Almagro, poblado de cosas que junta de la calle. “Dibujo ojos todo el tiempo; caras, distintas formas de mirar, expresiones, cielos. En la cárcel partía de que me sentía libre tres años antes de salir. Pensaba: ‘Soy un turista’. Ponele que me fui a Medio Oriente y explotó una guerra y no me dejan volver a mi país y están todos locos, se están matando todos con todos. ¿Hay algo que aprender de esa cultura? Sí. También sentí que tenía que aprender algo de la cárcel. Después iba a volver a mi país, que era bien distinto, sabiendo que el ser humano puede ser de muchas formas.” Empezó trabajando las sombras hasta que un interno le dijo que el mundo era en colores. Pintó el salón de visitas del centro de rehabilitación del penal de Marcos Paz y ahí brotó, más que nunca, el Yair artista, que antes –desde los 13 años– había sido ladrón “para quedar en la historia”.
A los 27, Biela cree que la cultura y la educación son fundamentales en el encierro, como el trabajo bien pago. En Marcos Paz no solamente se dedicó a pintar: fundó una productora cultural –que todavía se sostiene– llamada Hacer Haciendo, a través de la cual abrió una radio y una biblioteca, y organizó talleres de escritura y festivales de rock. “Mangueaba libros descaradamente, al que viniera: a los abogados, a la gente que va a mirar y a la que no sabe ni por qué va. Hacer Haciendo empezó con una mentira. Cuando empecé a convocar bandas para los festivales, el jefe de la unidad me dijo: ‘¿Hay una asociación civil que sostenga esto? Porque si son vos y dos amigos no se puede hacer’. Me fui, estuve dos meses pensando cómo mierda hacerlo y le dije: ‘Somos una asociación civil, somos Hacer Haciendo’. Y metí veinte bandas más o menos, como Las Pastillas del Abuelo, Enviados de Thot, La Furia de Petruza y Mamá Chavela”, recuerda. Muchos de los músicos de estas bandas son hoy sus amigos. Un íntimo suyo, algo así como su Godot, es Juan Germán “Pity” Fernández, de LPDA. Cuando Yair estaba preso se leían poemas por teléfono. Y cuando empezó con las salidas transitorias, Pity se lo llevaba a los recitales, a veces poniendo como excusa que Yair trabajaba para la banda.
“Perdí muchos años. Fueron ocho años y medio en la cárcel”, repite Biela como si fuera un mantra. Así explica su hiperactividad, alimentada por un extraño curso de resultados extraordinarios que le exige que piense metas y plazos para cumplirlas. Entre los próximos objetivos figuran encontrar a una hija –Lucía Nerea– que no sabe dónde está, terminar de escribir un libro y grabar un disco de tango con todos esos músicos que conoció mientras estaba preso –son cuarenta en total–, con letras de su autoría. “Voy a dormir cinco horas durante tres meses porque tengo muchos murales que hacer”, se promete. También está trabajando en el Centro Cultural de la Cooperación, en el área de Políticas Culturales en Contextos de Encierro, donde investiga cómo influyen las iniciativas artísticas en las cárceles en las que estuvo. El presente suena tan distinto de la infancia en Almagro, cuando deambulaba por la calle, donde hoy todavía vive parte de su familia –su madre, ni más ni menos–. “Me crié abajo de un puente. Al principio tenía una casa muy linda. Era una cosa paqueta medio de chamuyo, porque adentro pasaban un montón de cosas. A los siete años empecé a drogarme. Fumaba mucha marihuana y tomaba cocaína. A los nueve ya fumaba paco todo el día. Hasta los catorce anduve boyando. Después de una situación bastante traumática me prometí no dormir un solo día más en la calle. Cumplí: pasé ocho años y medio preso.”
–¿Cómo era la vida de delincuente?
–Empecé a robar a los 13. Antes pedía comida y plata. Después empecé a caer preso, siempre por robo, a veces a mano armada. Tuve un romanticismo fuerte con la vida: mis primeros pasos en el robo eran para quedar en la historia. Quería ser el mejor. Caí mil veces, pero salía rápido. En mi barrio en algún momento llegué a hacer el Toto. A los 18 años alcancé el máximo de mi carrera como delincuente: de ser un pibe muy pobre pasé a dormir en el Sheraton. Vi mucha plata junta. Pero no me gustó la persona en la que me convertí con mucha plata: era bien garca y forrito. Era un especulador, un ajedrecista, pero también un fracaso. La carrera de delincuente no funcionó. Estuve más años preso que afuera. Ahora estoy más cerca del común social aceptable que del margen, a diferencia de mis amigos de toda la vida, que están en el mismo lugar con un par de dientes menos.
–Dijo que el encierro generaba cierto modo de ser en las personas, ¿cómo es?
–Cerrado, más denso, mucho más prejuicioso que el de la calle, cuidadoso, temerario, rencoroso. La cárcel tiene olor a miedo todo el tiempo. Hay miedo de que me lastimen, de lastimar, de salir, de quedarme. Hay un lenguaje que habla todo el tiempo de “cuán malo soy” para que no me hagan nada. O de “esto soy”, para no sufrir. Lo primero que pierden las personas que pasan por situaciones de encierro es sus vínculos, y lo segundo, su carácter de humanidad. Entonces, se desarrolla otra forma de ser dentro de esa humanidad misma. Una vez leí que hay que nutrir la esperanza de que hay esperanza. Hay un momento en que lo único que queda es nutrir la esperanza de otras formas de ser.
–¿Su esperanza se alimentó todo ese tiempo de la creación y de la gestión cultural?
–Entendí que se podía hacer otra cosa bien distinta de la que estaba viviendo. La cárcel está hace muchísimos años centralizada en un sistema que tiene su forma de ser. Y esa forma de ser da un resultado, que siempre fue muerte, miseria y falta de dignidad. Esa es la forma de ser, también, de las personas que actúan en el sistema: guardiacárceles, internos y demases. Pero se puede hacer algo distinto para tener un resultado bien distinto. Traté de abrir el paradigma de que siempre tenés que ser de una manera y de cambiar la idea de que el preso no puede hacer nada por otros presos. Está el dicho instalado de que no hay peor verdugo para un preso que otro preso. Y está tan dicho que es cierto. Pero, al mismo tiempo, no hay mejor amigo para un preso que otro preso. Si fomentamos el arte y la lectura podemos llegar a ver qué necesita esa humanidad que vive todos los días en situación de encierro. Siempre preguntan cuál es el problema de los presos. Hagamos que pinten y que escriban. Eso nos va a permitir descubrirlo.
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