Martes, 18 de julio de 2006 | Hoy
PLASTICA › ALREDEDOR DE LA OBRA DE JUAN DOWNEY, EN FUNDACION TELEFONICA
La obra de un pionero chileno del videoarte experimental en relación con la de otros artistas contemporáneos, para armar una red de hipótesis historiográficas y geopolíticas.
Por Valeria GonzAlez *
La exposición Efecto Downey, montada en las salas de Fundación Telefónica y curada por el crítico chileno Justo Pastor Mellado y la artista argentina Patricia Hakim, se propone vincular la obra de Juan Downey, uno de los pioneros de la época de oro del videoarte experimental (1969-1979), con una serie de artistas contemporáneos. La red de relaciones implica hipótesis historiográficas y geopolíticas. Pasado y presente se articulan sobre un mapa sudamericano.
Downey nació en Santiago de Chile en 1940. Estuvo en París cuando la ciudad fue cuna de desarrollo del arte cinético a principios de los ’60. Se radicó después en Estados Unidos, donde formó parte del circuito seminal del videoarte junto a figuras como Nam June Paik, Peter Campus, Frank Gillette, Ira Schneider, Earl Reiback y otros. No cesó de viajar. La creatividad y la capacidad crítica de la obra de Downey parecen nutrirse en gran parte de esta perspectiva de extranjero tercermundista desde la cual percibe y piensa la cultura de Occidente. “Nunca vi la televisión hasta los 21 años (...). Porque me eran ajenos, los medios de comunicación electrónica se convirtieron de pronto en un mapa claro.”
Los cinco artistas contemporáneos convocados, nacidos en Chile (Mario Navarro, Ingrid Wildi), Argentina (Adriana Bustos) y Paraguay (Claudia Casarino, Fredi Castro) entre 1963 y 1974, emergen y maduran en un contexto económico y cultural diferente al de Downey. La lógica transnacional de la producción capitalista ha transformado el concepto de frontera, dando lugar a una curiosa polarización por la cual la naturalización de las migraciones según las demandas del mercado laboral se corresponden con un recrudecimiento de los fundamentalismos nacionalistas y la xenofobia. Por otra parte, las tecnologías de los mass media, que alimentaban con su novedad y su destino incierto la imaginación artística y las utopías sociales, se han vuelto el entorno evidente de una vida social controlada por la industria del espectáculo y del ocio. Lo predecible y obvio, que es la fuerte diferencia que separa a estos artistas de Juan Downey, no constituye el eje de esta muestra, aunque de algún modo está reconocida en la separación de épocas históricas entre planta baja y primer piso. Al contrario, el texto curatorial pretende mostrar correspondencias que no son fáciles de percibir a simple vista. El curador procede como un psicoanalista de imágenes, capaz de interpretar entre ellas relaciones no manifiestas, “inconscientes de obra”. No se trata de un relevamiento de influencias concretas entre modos de producción de artistas sino de una lectura de sus sentidos, lectura que arriesga tonos políticos y hasta premonitorios. Walter Benjamin afirmó, en 1931, que la interpretación de la imagen (hablaba de la fotografía) debía proceder como la cirugía o el psicoanálisis ya que en su “inconsciente óptico” (registro automático) quedaban acuñadas cosas invisibles para el ojo, incluso fragmentos de futuro que se podían descifrar.
Como modelo para Sudamérica, la obra de Juan Downey ocupa un lugar especial en el campo del arte comprometido de los ’70, en tanto se distancia del discurso directo del documentalismo militante. Sus visiones sobre la historia, sus metáforas políticas, su crítica de los mitos culturales, se entrelazan poéticamente con vivencias personales. Downey deshace y rehace los datos de la experiencia en relatos trabajados, fuertemente autorales, polisémicos y emotivamente sugerentes. En comparación con esta textura discursiva, las obras de los más jóvenes parecen más simples o más frías. Las estrategias experimentales, aun vanguardistas, de los ’70 operaron como campos de resistencia o contrapunto creativo frente a las dictaduras militares de nuestros países. Mellado observa que, en Chile, la recuperación democrática dio paso a la “normalización” de los signos contestatarios. En este marco, descubrir en las obras de Bustos, Casarino, Casco, Wildi y Navarro, rastros de un “efecto Downey” significa adjudicarles la supervivencia de cierto potencial crítico. Para marcar este lazo, Mellado readapta el modelo sincrónico de estructura/superestructura (Marx) a la distribución en doble piso de la muestra. Abajo, la usina productiva de Downey cobra cuerpo en una impactante videoinstalación con pájaros enjaulados, aleteos angustiantes, sonidos de lamento, y las voces de un torturador y de una víctima compareciendo a ambos lados de la escena. Arriba, todo dramatismo desaparece: se supone que la superestructura ideológica funciona en las sociedades como una suerte de sublimación imaginaria de la cruda realidad. Los temas de los artistas (Bustos, Castro, Navarro) ya no son la tortura o la alienación sino los códigos estandarizados de representación. Ellos proceden a través de la cita paródica de ciertas tradiciones visuales (pintura regionalista, diseño funcional, imaginería religiosa, etc.) que imitan pero desde un distanciamiento crítico, irónico o humorístico.
Adriana Bustos, cordobesa, replica el dispositivo decimonónico del retrato fotográfico, subvirtiéndolo con otras dos asociaciones. Por un lado la ironía kitsch: el fondo artificial imita el modelo de la pintura localista de paisajes. Por otro lado, el comentario social: el “personaje” que posa es el caballo de un cartonero. La denuncia acerca del artificio es tierna porque el animal no sabe lo que le están haciendo. No es el caballo noble de los monumentos sino un modo de acarreo urbano que cifra la marginalidad económica. En el video Moving (1974), Downey había asimilado las tecnologías del transporte a las condiciones materiales de la mirada, de la construcción del paisaje y del hilo narrativo.
Mario Navarro manipula una fotografía relativa a un proyecto cibernético de la época de Allende, de tal modo que acaba pareciéndose a un decorado de ciencia ficción. La estética funcional de la utopía socialista termina impresa en una malla mesch, como las que suelen usarse para el recubrimiento de fachadas de edificios en reparación. Las asociaciones de Castro son ex profeso más simples: una Sagrada Familia compuesta por estatuillas policromadas de María y José, arrodillados frente a un pequeño monitor de vigilancia donde aparece, casi fija, la imagen del Niño Jesús. ¿Habrá una cita consciente de la famosa pieza TV Buddha de Nam June Paik (1974)? En todo caso, la figura de la familia opera como puente de vinculación entre la religiosidad popular y las tecnologías de control contemporáneas.
Las dos obras restantes testimonian el “efecto Downey” como un enfriamiento de la subjetividad en los temas de inspiración autobiográfica. La videoinstalación de Claudia Casarino probablemente sea la pieza más débil del conjunto. Retrato oblicuo, de Ingrid Wildi, se destaca por su capacidad para resignificar, en clave contemporánea, el uso político del lenguaje del video. El tema de la obra es candente (su propio hermano, internado en un asilo y sometido a medicación antidepresiva), sin embargo, evitar la apelación emocional al observador es para la artista una estrategia ética. Wildi se las ingenia para que un guión inteligente aparezca a nuestros ojos como un reportaje de preguntas obvias, y para que un meticuloso trabajo de edición se oculte tras la apariencia de un relato crudo y lineal. Downey experimentó en convivencia con comunidades indígenas un uso emancipatorio de la tecnología: no produjo videos sobre los Yanomami sino con ellos (1976-77). Había detrás una esperanza política: “¿Por qué un Estado? Tal vez un millón de mentes puedan lograr más manifestando sus subjetividades”. Más escéptica, Wildi da voz a quien habita en las fisuras del sistema: la crítica institucional acontece, pero desde la enunciación de la propia fragmentación e impotencia. (Hasta el 20 de agosto, en el Espacio Fundación Telefónica, Arenales 1540.)
* Crítica de arte y curadora independiente. Docente de Arte Internacional Contemporáneo en la carrera de Artes de la UBA.
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