PLASTICA › RICARDO GARABITO EN EL MUSEO NACIONAL DE BELLAS ARTES
Una mirada retrospectiva sobre la obra de un pintor casi secreto, de culto, cuyo realismo crítico siempre estuvo a contrapelo de tendencias.
› Por Fabián Lebenglik
Ricardo Garabito es un pintor casi secreto, que a lo largo de casi cuarenta y cinco años ha realizado sólo una decena de exposiciones individuales. Su actitud resulta reactiva al carácter mundano y a la presencia constante que en general propone el llamado “mundo del arte”, como supuesto antídoto contra el olvido. Tal vez para darles el gusto a sus seguidores, el artista presentó dos muestras antológicas, en 1982 y en 1998. Ahora hay una nueva oportunidad para acercarse a su obra.
El refinamiento de sus pinturas, dibujos y esculturas, su mirada exquisita y crítica, ese juego que siempre oscila entre la observación distante y la malicia, han puesto su obra en un lugar de culto.
Nacido en Trenque Lauquen en 1930, se mudó a Buenos Aires a fines de la década del cuarenta. Su formación tuvo lugar durante la primera mitad de la década siguiente, en la Asociación Estímulo de Bellas Artes y luego en el taller de Horacio Butler. Su primera muestra fue en 1963. Junto con la bellísima retrospectiva que se lleva a cabo en el Museo Nacional de Bellas Artes, se presenta además un libro de gran formato.
La muestra, curada por Victoria Northoorn y por el recientemente fallecido Samuel Paz, sigue un orden cronológico. El primer Garabito evoca personajes y situaciones del entorno barrial.
En aquella etapa el artista exhibe un realismo expresionista de cuño personal, que funciona al modo de una crónica del entorno más inmediato. Cada cuadro propone una evocación de personajes y situaciones en que el pintor coloca contextos al mismo tiempo verosímiles y artificiosos, armados con multitud de fuentes visuales.
En la pintura de Garabito, según Marcelo Pacheco, “no hay juicios, pero tampoco complicidad. La celebración es evidente, pero también la distancia”.
Cercanía, distancia. Es decir: una mirada equidistante y ambigua, más allá de apologías o rechazos. Luego el artista, a fines de los años sesenta, da un paso más. Su obra toma mayor distancia y se vuelve crítica. Muestra los cambios sociales de esa década pero al mismo tiempo su mirada incluye una sutil ironía. Un distancia, sí, pero que dice más de lo que muestra. Cada cambio en la obra de Garabito supone además todo un sistema de procedimientos técnicos que acompañan esos cambios: en la aplicación e intensidad del color, el tratamiento de las formas, la modulación de las figuras, la relación de éstas con el fondo, la cantidad de pigmento, la naturaleza del soporte, etc.
Hay algunos muebles particularmente inquietantes, pintados en 1970 y ’71, que resultan tan misteriosos como amenazantes. Parecen máquinas, tal vez funerarios, o para desperdicios. Sus funciones son equívocas o están perdidas, pero generan un clima opresivo.
En los ochenta su obra adquiere mayor ironía. La duplicación y triplicación de personajes revelan actitudes de una gran teatralidad. La escena ya es completamente artificiosa y escenográfica.
Las naturalezas muertas adquieren un tono metafísico en su apariencia simple y despojada, incluso en su exactitud, en su extraño realismo.
La exposición también incluye una serie de esculturas en cartón y papel pintado que parecen revelar aquello que en las pinturas está oculto. Ese jardín de las delicias en clave sexuada configura toda una tipología de vegetaciones amenazantes (carnosas, quizá carnívoras) que eximen al artista de las sutilezas humanas, de modo que están libradas a su naturaleza.
(MNBA, Av. del Libertador 1473, hasta el 17 de junio.)
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