PLASTICA › LA EXPOSICIóN DE OMAR ESTELA EN EL PALAIS DE GLACE
Auspiciada por Página/12, se presenta en estos días una impactante exposición del escultor cuyas obras recuperan el arcaico sentido ritual y conmemorativo del arte. La poética de un artista que asocia sus materiales a la inscripción de la palabra.
› Por Luis Gusmán *
En la primera secuencia hay una cantera. Una herida a cielo abierto que desgarra la tierra. El resto es silencio. El paisaje es mudo. Hasta ahí no se percibe ningún vestigio de presencia humana. Aunque se podría decir que ese agujero blanco es producto de la técnica y, por lo tanto, la mano del hombre brilla por su ausencia. Esa es la primera foto que me mostró Omar Estela de su trabajo. Una cantera en Olavarría y unas dimensiones de la piedra que no responden a la demanda del mercado del arte; en este caso, la escultura.
En la segunda foto ya aparece el instrumento. La mano del escultor al lado del cincel sobre la superficie de la piedra como esperando el momento de entrar en acción. No es una mano tomada por la lasitud, sino que se advierte en ella cierta tensión. La tensión necesaria para violentar la piedra.
En la tercera foto aparece una estela colocada sobre una piedra. Es decir, la piedra ya no es muda, se ha vuelto parlante. Se trata entonces de una piedra escrita. En estas tres imágenes tengo ante mis ojos el work in progress de Omar Estela. Un trabajo de cinco años. ¿Hacia dónde se orienta este trabajo? Creo que a una poética. Si por esa palabra entendemos lo que Mallarmé entendía por materia poética: arrancar las palabras de su circulación ordinaria para arrojarlas a otra circulación.
Este escultor reintroduce las estelas en otra parte. La materialidad de la piedra extraída de la cantera ha sido marcada por una escritura. No es necesariamente una estela funeraria, el tópico más difundido de esos bloques de granito. Aquí la estela tiene también un carácter más votivo que funerario. Volviendo quizás a su antiguo uso de los primeros exvotos de piedra. Lo cierto es que las dos estelas exhibidas, una junto a la otra, parecen mantener un diálogo de palabras que se entrecruzan, pero que no implican una continuidad lineal. Las dos piedras se hablan como esos colosos que existían en la antigua Grecia y que representaban la figura del doble. Ya J. P. Vernant mostró cómo los griegos han podido “expresar en una forma visible poderes del más allá que pertenecen al dominio de lo invisible”. También dijo que un coloso permite restablecer entre el mundo de los muertos y el mundo de los vivos relaciones perfectas. El coloso posee esta virtud de fijación porque él mismo está clavado ritualmente en la tierra. No es, pues, una simple señal figurativa. “El signo plástico no es separable del rito.”
Omar quiso crear este espacio “ritual” donde las palabras que circulan son inseparables de su soporte material. Llegó así a una definición precisa de lo que es una estela. Incluso su propio apellido se dobla en esos colosos de piedra; y no podría ser más justo, ya que en un género como el de la estela la nominación tiene un derecho soberano.
La historia de la cultura tiene una historia de la piedra. Irrupción del prodigio que bajo la forma del método de catálogo creó un género llamado Los lapidarios. Una clasificación en la cual las piedras poseen virtudes morales, curativas o místicas. Aquellos lapidarios en que los mármoles figurados, trabajados por la erosión y no por la mano del hombre, sin embargo fueron interpretados humanamente como ciudades, obispos, moros con turbantes, cabezas de muertos o crucifijos. Esa relación entre la piedra tallada (escrita) y la piedra de la naturaleza también forma parte de la historia de la escultura.
¿Una estela en estos tiempos sería un gesto bizarro? ¿Una provocación? Puede ser. Pero íntimamente creo que el artista trata de resistir aquí en un campo en el que la piedra agoniza, en la escultura, y trata de reintroducir su carácter de roca viva. El escultor mira la piedra y la piedra le habla. No se trata ni de animismo ni de prosopopeya; fueron hechas para ser leídas y por eso hablan. Omar tomó como pretexto para su inspiración un libro de Victor Segalen llamado Stèles. Las stèles, aquellas piedras que al borde del camino tenían la función de ser una llamada al caminante bajo la fórmula de “caminante, detente”. Algunas de las frases del autor francés figuran en estas dos estelas.
Es posible que este género virtuoso reduzca la vida a una simple vanitas. ¿No hay una llamada en las estelas de Omar? ¿Una llamada que incita al espectador a detenerse? Detente para leer lo que esta piedra escrita manifiesta como manifiesto. Un manifiesto surrealista, dadaísta o comunista. Una política de la piedra. No nos confundamos: es una política de la piedra que no está contaminada por el veneno del mensaje.
En su origen estas estelas tenían, además de su carácter de recordatorio fúnebre, un aspecto conmemorativo y votivo. En este caso, el artista ha elegido esta inscripción: “Estela, monolito destinado a cumplir una función conmemorativa o votiva”. Según la tradición clásica, aquella inscripción que elige a la piedad como género. La estela votiva era una ofrenda a los dioses donde se destacaba una dedicatoria con mensajes de agradecimiento que se grababan sobre los objetos más diversos, podía ser una estela, la base de una estatua o un utensilio doméstico. A todos estos elementos los podemos encontrar en la obra de Estela. Lo original en este caso es exhibir en un espacio público algo que por su escala monumental excede habitualmente la obra de un solo hombre para situarse ya en un registro de obra pública.
En estas dos estelas la materialidad de la inscripción no está dispuesta de una manera caprichosa en la piedra. Podemos decir que la escritura como inscripción hace de bisagra. Las letras son el elemento que articula el plano vertical con el plano horizontal. No pertenecen ni a la dimensión de lo sagrado ni a la dimensión de lo terrenal. Es que el artista está muy interesado en articular estos dos planos, por eso eligió para su corte de piedra privilegiar las vetas que van hacia arriba. Se podría decir, la mirada que se dirige hacia el cielo como un rezo o como un acto de piedad. Aunque no renuncia a cierto punto de fuga de la mirada. Es por esa razón que Estela –siguiendo la tradición clásica– ha colocado la inscripción estela en su sitio justo, casi fuera del alcance de la mirada humana.
Omar Estela tiene una interpretación de la obra estética en que no confunde lo sagrado con lo eterno. Es posible que acuerde con este oxímoron estético: la obra como una eterna disolución. Esto me evoca la imagen de aquellos tradicionales barcos de ruedas que navegaban por el Mississippi y que iban dejando a su paso una estela de agua que no pertenecía ni al río ni a la embarcación y que nacía y moría en el momento mismo de su travesía.
Estas dos estelas de tres toneladas cada una y de cuatro metros de altura están como arrancadas –en la acepción mallarmeana– de la escena “arqueológica”. Fueron dispuestas –en el sentido retórico de la dispositio– en otro sitio público, lo que hizo que al desplazarse de su escena primigenia modificaran su función original y por lo tanto tuvieran otra significación. Estas dos estelas entran en otra escala. Las marca la política de la piedra. Porque Omar Estela no es un ingenuo y mucho menos un ingenioso. Entiendo su política de la piedra como su intervención material en el campo de la escultura actual con la pretensión de introducir una lectura que modifique la materialidad en ese campo. Es por eso que la fórmula estelar por antonomasia, la llamada al caminante, está dirigida al espectador de la muestra para que detenga su mirada. En un espacio en el cual sea posible, como dice J. Berger, “mirar, redescubrir por encima y allende de las medidas, la primacía de la visibilidad propiamente dicha”. La estela se cruza en el espacio de la mirada del espectador. Nuevamente Berger agrega en su obra El sentido de la vista: “El ojo que recibe. Pero también el ojo que intercepta”. La obra intercepta al ojo y el ojo intercepta a la obra. De esa cantera, Estela extrae su material y su materialidad.
Esta muestra no viene a “llenar un vacío”, por el contrario, su materialidad quiere imponer un vacío para poder arrancar a la escultura de una continuidad que alimenta al ojo para tranquilizarlo. Es por eso que las esculturas de Omar Estela (incluso una que no figura en esta muestra y que grafica un ojo en la piedra desde donde la estela nos mira) son la metáfora de esos cantos rodados que se asemejan al paisaje lunar y de esta tierra, porque como un queso gruyère sus ojos agujerean cualquier noción de continuidad tradicional, tanto del espacio como del tiempo.
(En el Palais de Glace, Posadas 1725, hasta el 4 de mayo.)
* Texto escrito para el catálogo.
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