En 1904, el tenor Enrico Caruso grabó el aria “Una furtiva lágrima”, de la ópera El elixir de amor, de Gaetano Donizetti. Allí había una cadenza, un momento en que la orquesta quedaba en silencio y, sobre una nota larga escrita en la partitura, el cantante improvisaba un pasaje sumamente ornamentado. Todos los tenores improvisaban ese pasaje y no había uno que lo hiciera igual a otro. Hasta que Caruso registró su versión en disco, claro. A partir de ese momento, todos –o casi todos– cantaron lo mismo. Y lo que Caruso creó en 1904 quedó convertido en la tradición, hasta el punto de que es común que algún operómano actual condene las variaciones en ese pasaje de algún cantante osado, argumentando una “falta de respeto a la partitura” que, obviamente, no es tal.

Las tradiciones están lejos de ser inmóviles. Y mucho más en las artes que requieren –y que cuentan con– la interpretación para existir. Casi todo lo que los melómanos menos informados creen sagrado en el mundo de la ópera, y en los estilos interpretativos de obras compuestas hace entre doscientos y cien años, es bastante reciente. En general, de la era de oro del disco LP, entre 1950 y 1970, que, curiosamente, coincide con la época en que los fundamentalistas de la lírica eran jóvenes. Cecilia Bartoli, una cantante extraordinaria que suele concitar las iras de algunos de los más tradicionalistas, entre otras cosas porque, según ellos, convirtió su supuesto defecto (una voz chica) en virtud, eligiendo muy cuidadosamente su repertorio. Suelen desdeñarla calificándola de “cantante barroca” –un pecado espantoso según aquellos para quienes lo realmente importante comienza con Mozart–, olvidando que algunas de las mejores versiones de óperas de Rossini –La Cenerentola con dirección de Riccardo Chailly– fueron cantadas por ella y que su voz hoy infrecuente de mezzosoprano de coloratura (con agilidad y afinación sobrenaturales) se corresponde muy precisamente con las imprecisiones de una época como los comienzos y mediados del siglo XIX, en que las taxonomías vocales eran mucho menos rígidas que ahora.

En su disco Maria, donde abordaba el repertorio de María Malibrán, había exhumado una versión de “Casta diva”, la famosa aria de Norma, de Vincenzo Bellini, escrita para una voz femenina más grave que la de soprano. Y ahora, gracias al trabajo de los musicólogos Riccardo Minasi y Maurizio Biondi, que realizaron una meticulosa edición a partir de los manuscritos originales, y del director Giovanni Antonini, que conduce aquí el grupo La Scintilla, Cecilia Bartoli presenta una versión completa de esta ópera, con un elenco que completan Sumi Jo, John Osborn y Michele Pertusi, en los papeles de Adalgisa, Pollione y Oroveso, y que busca las tradiciones interpretativas más antiguas, limpiando las adherencias más modernas de esta obra ejemplar del estilo belcantista.

El sonido de los instrumentos originales (cuerdas de tripa, flautas de madera) logra una clase de equilibrio absolutamente novedoso entre las voces y la orquesta, y los tiempos más ágiles colocan esta Norma más cerca de sus antecedentes –Mozart y Rossini– que de sus consecuentes, que es desde donde fue leída habitualmente. Diferenciando con claridad trascendencia de lentitud o pesadez, esta versión suena declaradamente italiana y, en ese sentido, la comparación que hace Bartoli, en las inteligentes observaciones incluidas en el folleto, entre Norma y los personajes de Anna Magnani en el cine neorrealista italiano, es absolutamente pertinente. Para ella, ésta no es “una sacerdotisa sobrehumana”, sino una “mujer fuerte y pasional que lucha entre el amor y el deber, que es madre y que es capaz de guiar a un pueblo oprimido”. La grabación, de fidelidad y espacialidad notable, es un atractivo más de esta edición de Decca que, además, acaba de ser publicada localmente.