Jueves, 29 de noviembre de 2007 | Hoy
DISCOS › “WHITE CHALK”
El nuevo disco de la cantante es un abrupto y encantador golpe de timón.
Por Roque Casciero
No es casualidad que la canción más conmovedora de White chalk, séptimo disco de estudio de PJ Harvey, se llame “Dear darkness” (“Querida oscuridad”): todo el álbum parece haber sido concebido en penumbras, con alguna vela en un candelabro antiguo como para que la artista supiera al menos dónde estaba el micrófono. Pero la atmósfera de las canciones no es opresiva ni abrumadora, aunque la temática vaya desde el aborto hasta la soledad y la traición, porque Polly Jean las ilumina con un aura de perversa inocencia, como de una falsa lolita que ya recorrió demasiado mundo.
Ella, que fue una sorpresa hace quince años, cuando apareció con el brutal Dry, se encargó de volver a asombrar en cada disco, a veces para bien (To bring you my love, Stories from the city, stories from the sea) y otras con una mueca retorcida (Is this desire?). De todos modos, siempre se la jugó a no convertirse en una caricatura de sí misma. O, más bien, de lo que los demás proyectaban en su figura frágil y a la vez tan poderosa. Pero nunca su golpe de timón fue tan abrupto como con White chalk.
Aquí PJ se deshace nada menos que de la guitarra, su instrumento por naturaleza, y se reinventa frente a las teclas de un piano al que nunca había aprendido a tocar. Mientras hace sus palotes, deja las canciones en un estado de desnudez al que no demasiados artistas se animarían: no sólo carecen de oropeles y ornamento, también les ha arrancado la epidermis y la carne. No es un disco de fácil digestión –al fin y al cabo, a ella no debe haberle resultado sencillo concebirlo–, y la primera escucha quizá desconcierte y hasta cause rechazo. Pero si se persiste, se convierte en adicción transitar por esos esqueletos de tiza blanca que PJ dibujó en la penumbra. Con las limitaciones que le impone ese piano tan ajeno, encuentra algo más que un nuevo modo de arreglar sus canciones: en White chalk ha variado su forma de componer, al punto de que cuesta imaginar algunos de estos temas en manos de la “vieja PJ” (“Grow grow grow” es una excepción, bien podría haber sido parte de Stories from the city...).
Ella, lejos de la fluidez de una Tori Amos, aporrea el piano en una misión casi percusiva, para marcar el acento en “The Devil”, que abre el disco, o ralenta el vals de “Dear darkness”, al que invitó a una batería con escobillas y una mandolina. La canción que le da nombre al disco sí se sostiene en una guitarra (y otra vez la mandolina), mientras ella transita como un fantasma nostálgico las colinas de tiza blanca de su Dorset natal. En “Broken harp” arranca a capella , y dice “Por favor, no me reproches por lo vacía que se ha vuelto mi vida”, y pide perdón antes de que la voz empiece a quebrársele y deba abandonar la canción en el punto en el que cualquier otro hubiese puesto un estribillo grandilocuente. Lo más parecido a eso, en realidad, llega en la canción siguiente. Y la única palabra que PJ pronuncia en ese rapto de épica desnuda es “Silencio”.
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