Miércoles, 30 de abril de 2008 | Hoy
DISCOS › IGUAL A MI CORAZóN, LO NUEVO DE LILIANA HERRERO
La intérprete vuelve a optar por el riesgo estético, a partir de un repertorio que se rehace en múltiples posibilidades y lecturas.
Por Karina Micheletto
Liliana Herrero se ha ganado, a fuerza de trabajo y talento, un lugar preciado: el de formar parte de los sellos reconocibles del universo actual de la música argentina, con una identidad lo suficientemente particular y potente para ser considerada, justamente, una marca de origen. No son muchos los que lo logran, se sabe, y la posibilidad de distinguirlos suele llegar a posteriori, en una escucha siempre mediada por la puesta en contexto. El logro de Herrero, aquí y ahora, tiene que ver con una concepción musical que salta particularmente al oído en su nuevo disco, Igual a mi corazón: el de la apuesta constante por la búsqueda y el riesgo, a veces al límite, en un delicado trabajo de exploración al interior de cada canción.
Lejos de recostarse en una forma ya adquirida, madurada y transitada con comodidad –domada, podría decirse–, la cantante elige volver a construir el camino por el que irá la interpretación, todo de nuevo, ante cada tema. Deconstruirlo, como forzando siempre un paso más, arriesgando tal vez la pregunta: ¿y qué pasa si...? Así es como, por ejemplo, deshace y rehace la estructura de “Zamba del arribeño”, de Juan Falú y Néstor Soria, con otra tucumana como invitada, Mercedes Sosa. “Canto labriego”, de Teresa Parodi, gana un insospechado clima de recogimiento, casi de oración, por eso la correntina cuenta que sintió la necesidad de recitar “como para adentro” su participación como invitada en su tema. Del mismo modo el repertorio tensa hasta hacer volver a decir “Canción de las cantinas”, de Chivo Valladares y Manuel J. Castilla, o “Chañarcito”, de Carlos Guastavino y León Benarós, el tema que da nombre al disco con uno de sus versos.
El disco de Herrero transita los motivos que suelen convocarla: el río, por supuesto, el tiempo que también corre desde siempre y para siempre. De paso, tiende puentes con la canción contemporánea del Uruguay (están las músicas de Fernando Cabrera, de Ana Prada, de Rubén Olivera, que juega con palabras en guaraní) y del Brasil, con las adaptaciones de temas de Milton Nascimento o Chico Mello (en traducciones libres, aclara ella, “bien libres, para que quede bien claro que no sé nada de portugués”). Y también con la participación de Itibere Zwarg en dos arreglos, y de su Orquesta Familia en un cruce que a priori podría parecer inviable: un coro donde resuena el Brasil detrás de la letra de “Vidalero”, del tucumano Juan Quintero, no como una fusión experimental, sino como una construcción desde la resolución de ese cruce. Junto a Mariano Cantero (percusión) y Matías Arriazu (guitarra de siete cuerdas), Ernesto Snajer como coproductor artístico, más una banda de invitados (además de Sosa y Parodi, Liliana Vitale, Lisandro Aristimuño, Mariano Otero, entre otros), Herrero logra un disco tan arriesgado como bello.
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