Miércoles, 2 de septiembre de 2015 | Hoy
TELEVISION › JULIO CHáVEZ FRENTE AL ESTRENO DEL POLICIAL SIGNOS
El actor señala que necesitó establecer empatía con el personaje que encarnará –médico de día y asesino de noche– para lograr que el espectador también lo haga. “¿Quién sabe qué oculta y qué proyecto tiene el otro, con tanta capacidad de ocultamiento?”, dice.
Por Emanuel Respighi
Julio Chávez bien podría ser un asesino. De tono pausado y cadencioso al hablar, tomándose su tiempo cuando responde a alguna pregunta, mostrándose paciente en la búsqueda mental de la palabra que mejor represente lo que quiere expresar, el actor tranquilamente podría llevar una doble vida. O al menos podría tener una existencia diferente a la que muestra públicamente. Como la que tiene Antonio Cruz, ese médico sereno, reservado y culto de pueblo al que todos creen conocer, pero que oculta un rostro siniestro, y que desde hoy el actor interpretará en Signos. El policial producido por Pol-ka y Turner para El Trece tendrá emisiones semanales, los miércoles a las 23. “Hacer a un asesino serial es muy seductor para cualquier actor”, le cuenta a Página/12. “Antonio tiene una característica hermosa: es una persona que no oculta su pasado, como sí lo hacen todos en el pueblo desde hace 46 años. Y un día ya no quiere seguir más dentro de la convención del olvido que el pueblo impuso”, subraya.
Como en sus anteriores proyectos televisivos, desde Epitafios a Farsantes, Chávez vuelve a ponerse al frente de una ficción televisiva de la mano de Pol-ka. Acompañado por Claudia Fontán y Alberto Ajaka, el actor interpretará a un asesino serial por primera vez en su carrera. La trama policial de Signos, escrita por Carolina Aguirre y Leonardo Calderone, cuenta la historia de Antonio, un médico que comienza a tomar venganza de los habitantes del pueblo por un oscuro hecho acontecido en el pasado. Exactamente 46 años después de aquella situación que el pueblo niega, Antonio decide que paguen con su vida aquellos a los que considera responsables del dispositivo de olvido que se mantuvo vigente por casi medio siglo. Claro que lo hace a su manera: asesinando a un vecino por cada signo del zodíaco. Astrología y sangre guían su firme decisión de matar.
“Es una ficción divertida, a partir de un psicópata que mata a gente a la que le dio décadas de tiempo para que reviera su postura”, analiza un Chávez con la barba candado que impone el personaje. “El desafío de interpretar a un asesino –agrega– es estratégico. Intenté encontrar lugares de empatía con Antonio, establecer una empatía con el personaje con el objetivo de que el espectador también lo hiciera. No sé si lo lograré. Pasará o no cuando intervenga el espectador sobre la obra. Me encanta jugar al asesino. Cuando era muy chiquito esperaba que vengan los platos voladores y me trajeran los anillos del poder. El que más ambicionaba era el de la venganza. A uno le dicen todo el tiempo que no hay que ser vengativo... Por suerte en algunas cosas uno no hace caso... Hay una pulsión de eso que se llama venganza, que a veces me resulta atractiva. La venganza entendida como hacer algo que no dañe al otro. Ese es mí límite. Por suerte, en Signos, Antonio y su venganza no son más que un juego ficcional.”
–¿De qué herramientas se valió, a la hora de componer a Antonio, para intentar que los televidentes tengan empatía con el personaje?
–No cancherear. Me esforcé en componer a Antonio con materia prima humana. Mi deseo es que el espectador no se sienta tan alejado de esa naturaleza. Vi el tremendo y mediático femicidio del tipo del country que mató a su señora. Una de las cosas que me pasó cuando vi su foto fue que no hubiera ningún indicio visual que me diferenciara de él. Eso me ubica a mí en un pensamiento que es ¿cómo es que uno en un segundo está del otro lado de la vereda? No me aparece una particularidad que me alivie y me haga decir nunca podría haber sido yo. Siempre se me cruza la idea de no ver tanta diferencia, lo que me lleva a preguntarme o a advertir que en cualquier momento... Mi interés en Signos es doble: que esté el divertimiento, que estén la particularidad y la diferenciación en el acto, pero que al mismo tiempo Antonio no esté tan alejado de mi vecino, de mi cuñado, de mi amigo. ¿Quién sabe qué oculta y qué proyecto tiene el otro, si tenemos tanta capacidad de ocultamiento? ¿Qué sabemos quién es el otro? ¿Qué sabemos quiénes somos nosotros?
La dualidad del personaje que es médico de día y asesino de noche de Signos sirve de disparador para conocer un poco más la intimidad de uno de los actores argentinos más reconocidos, que en los últimos años supo conjugar “prestigio” y “popularidad” sin resultar dañado. Alguna que otra esquirla –propia de estos tiempos escandalizantes– recibió en el camino, es verdad. Pero su incursión televisiva en proyectos como Tratame bien, El puntero o Farsantes no hizo mella en el respeto y la admiración que cosecha en propios y extraños como maestro de actores y hombre destacado de la escena teatral. Chávez logró posicionarse en ese extraño lugar que podría definirse como “actor de autor” convocante, referente y masivo, respetado y querido. La entrevista, hecha en su propia casa, invita a conocer al hombre detrás de la máscara.
–No tengo mesa de comedor y no recibo gente en mi casa. Tengo solamente libros y DVD. Estoy rodeado de cosas que tienen que ver con el trabajo. Salvo alguna cosa que tiene que ver con los perros, no tengo nada que hable de ninguna otra cosa que no sea el trabajo.
–¿La ausencia de una mesa tiene que ver con cierta fobia social o con un celoso resguardo de su intimidad?
–No, de hecho es muy raro que a la noche coma solo. El comedor es un hecho tribal burgués al pedo. ¿Cuánto se usa la mesa del comedor? En todo caso, se usa la cocina diariamente. Recuerdo, cuando era chico, lo que significaba que te regalasen o la mesa del living, con las sillas... El comedor era un lugar de la casa que se usaba muy excepcionalmente en algunos momentos, para recibir visitas “importantes”. ¡Todos vivimos bajo la idea de que en el living no se podía hacer nada porque se ensuciaba! Sería al pedo que tuviera una mesa en el comedor. Si uno hace la cuenta de cuántas veces recibís gente en tu casa para justificar que se utilice semejante espacio y dinero en eso, nadie tendría una mesa grande en el living. Qué sé yo, es mi forma de vida.
–¿O sea que no suele invitar gente a su casa?
–Tengo una parrilla en la terraza y en todo caso se come allí. De todas formas, invitar gente a tu casa significa trabajar como un descosido. Estás todo el tiempo diciendo “dejá que yo lo hago”, “ya te traigo”, “por favor no hagan nada”, e internamente estás diciendo “la puta que los re mil parió, no veo la hora de volver a estar solo”. No soy un gran anfitrión. Es tan pequeño eso en relación con el tiempo de vivir con los otros. Yo tengo un oficio que está muy relacionado a vivir con los otros. En un fin de semana, hago funciones para 2500 personas.
–Pero eso es trabajo, no ocio...
–Sí, es trabajo, pero en el que se está con los otros y manteniendo una comunicación muy particular.
–Pareciera que sólo viviera para el trabajo. ¿En qué cosas encuentra ocio y placer?
–Eeeehhh... El trabajo me da mucho placer, eso seguro. Y ocio... qué sé yo.
–¿Pero tiene sus momentos de ocio?
–Para llegar a construir una naturaleza que no es la de uno, tenés que ponerte en una situación de ocio para darle lugar a que aparezca otra naturaleza. Hay algo que se llama “personalidad”, a la que durante ese tiempo se la manda al ocio para que yo pueda ocuparme de ese otro ser. No sabría muy bien definir qué es ocio. Muchos entienden que hacer ocio es hacer un paréntesis de su vida. Me resulta complejo eso. Yo nunca puedo escindirme de lo que soy.
El timbre interrumpe la charla. “Debe ser el fotógrafo”, vaticina con acierto. La sesión fotográfica interrumpe la entrevista. “Prefiero hacer las fotos así después continuamos con la entrevista tranquilamente”, sugiere. El actor ofrece “¿agua, café, una copa de vino?”, poniéndose en ese lugar de anfitrión que detesta. La sesión fotográfica le abre paso a que Hugo, un ovejero alemán de 12 años, se sume como testigo a la entrevista. “Ha vivido toda su vida con su madre, que murió hace poco”, cuenta Chávez. “De pronto quedó sólo, y le he abierto la casa y mi cuarto, por lo que pasé a ser yo la madre”, comenta. El tema se impone.
–¿Hugo le hizo relucir su lado paternal?
–No, simplemente querer dormir, porque como lloraba todo el tiempo no me dejaba pegar un ojo (risas).
–¿Desde siempre le gustaron los perros?
–Hace catorce años que tengo perros. No tuve mascotas por vivir en departamentos que no lo permitían, o porque mi sentido común no me lo permitía: el trabajo, viajar... Y no querer delegar el cuidado de la mascota a alguien. Recién en esta casa me pareció que era un espacio para tener perros: los tuve a Emilio y a Tita, que murieron hace poco, y después llegó Hugo. Y ahora que Hugo ya está grande, tengo ganas de tener una parejita de ovejeros alemanes. Tal vez como últimos perros.
–¿Es de los que aman a los animales tanto o más que los seres humanos?
–No soy de los que halagan a los animales más que a los seres humanos. Los animales despiertan en uno hermosos sentimientos, pero mi gusto y mi preocupación están en la raza a la que pertenezco (risas). Que es difícil, compleja y extraordinaria. Por suerte estoy constituido más por el pensamiento que por el ladrido. Aunque algunos ladren más de lo que piensan... Lo digo porque no le encuentro valor particular al pensamiento ese de que los perros o los gatos “son verdaderamente amigos”, o “son mejores que los seres humanos”, o “quieren de verdad”... Puedo comprender que un ser humano experimente ese sentimiento, pero no quiero a los perros como represalia contra el género humano. Igual, somos un poco así: hay personas que quieren más el auto que a su familia, o que quieren más un cuadro que a la humanidad entera... Los seres humanos somos fetichistas.
–¿Cuál es su objeto fetiche, entonces?
–Tengo un gusto enorme por mi pequeñísima colección de DVD. O por mis libros. A veces me encuentro besando un libro.
–¿Besa los libros?
–Sí, sí. Lo cierro y le doy un beso de alegría por la satisfacción que me ha causado, por el respeto y la admiración que me produjo lo que guarda en sus páginas, por lo que me generó cuando lo leí. Muchas veces me encuentro besando, literalmente, un libro, la obra de un autor.
–¿Hasta ese punto llega su fanatismo por las ideas o las obras que lo conmueven?
–No los quiero porque me pertenecen. Los quiero por lo que contienen en sí mismos, no por su sensación de pertenencia.
–Hay niveles de fanatismo peligrosos, que terminan deformando la admiración. ¿En qué casos o por qué cosas siente “fanatismo”?
–Eso es algo sobre lo que uno no puede incidir. El fanatismo nunca es buen compañero, pero es hermoso que a veces suceda. En mi caso, tengo un gusto especial por ciertos autores y por otros que descubro. Uno cuando agarra un libro de Emil Cioran o una obra de Jorge Luis Borges, o una de Anton Chejov, ya sabe lo que va a encontrar. A mí me apasiona ingresar a un material que, incluso, trasciende al nombre de quien lo ha creado. Una de las cosas que hace grande a un autor es cuando en la lectura uno se olvida de quien escribe. En el encuentro con un libro puede influir el nombre del autor, pero cuando te metés en la lectura el encuentro pasa a ser otra cosa, un pensamiento y un mundo universal que tanto les pertenece al autor como al lector. Lo mismo pasa con cualquier obra artística, incluso con un programa de televisión. Ese encuentro en la lectura construye un algo que ya no es del autor sino también del lector que lo lee. Cuando ese encuentro se da, el espectador siente que lo ha mejorado. Es maravilloso.
–¿Pero la televisión reúne las condiciones para que esa experiencia se ponga en funcionamiento?
–Eso puede suceder en cualquier espacio, momento, obra y medio. El espacio no es condicionante. El espacio puede ser más o menos propicio, pero en ningún caso aniquilador de que el hecho artístico-espiritual suceda. Yo he visto documentales, series o hechos televisivos que me produjeron hermosos encuentros. La ficción es un género propenso. Claro que puede haber, de pronto, una escena donde se pueden producir esos momentos. De manera más o menos propicia, la tele es un hecho artístico magnífico. Es difícil porque no construye un espacio propicio y silencioso con el espectador, ya que son relaciones ruidosas, colectivas. Pero ni lo ruidoso ni lo colectivo de la expectación televisiva impiden el encuentro artístico-espiritual. La tele tiene menos balas que la lectura tranquila. Leer un libro o ver una obra de teatro o una película en el cine permiten viajes con mayor continuidad y profundidad que la que permite una ficción de TV programada semanalmente. De hecho, ni la lectura ni la película ni el teatro se interrumpen con una propaganda, o con un zócalo publicitario debajo, o con una llamada telefónica o con familiares que se cruzan delante de la pantalla.
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