Viernes, 29 de diciembre de 2006 | Hoy
TELEVISION › OPINION
Por Nora Mazziotti *
Voy a hablar de algunos personajes que, sin ser los protagónicos, brillaron en Montecristo con luz propia. Uno es Lola, insuperable composición de Mónica Scapparone. Que empezó como una tilinga, calculadora, desconfiada, y terminó como un personaje inolvidable que desbordaba alegría, con ternura, tolerancia, sabiduría. Otro es Alberto Lombardo. Oscar Ferreiro acertó al componer un villano sin fisuras, que se movía cómodo tanto en los universos del bien como del mal. Y con ese acento criollo, con esos “che” con que expresaba su fastidio generalizado. Y Lisandro, otro trabajo maravilloso de quien es en este momento el mejor actor argentino, Roberto Carnaghi, inolvidable por sus torpezas, su desprecio por la vida ajena, y que también mostró a un niño que tuvo sueños, y que podría haber tenido otra vida. Y Leticia, María Oneto, que lloró como nadie, que podía entrar y salir de la cordura, sin abandonar nunca la sensatez ni el delirio. Y Luis Machín, con un Rocamora sutil, amable, parlanchín, ridículo, pero siempre exacto. Hay otros, cada uno con una historia, un conflicto, algo para contar. Es raro en televisión. ¿Por qué hubo tan buenos personajes? Porque hubo historia. Porque hubo autores –Adriana Lorenzón y Marcelo Camaño– que tuvieron ganas y talento para crear, para pensar, para dar aire al relato, para hacer que cada actor se luciera. ¿Aprenderán los responsables de la industria que hay que dejar contar a los que saben, que sin una buena historia no hay figura, no hay cambio de horario, no hay publicidad que te salve, no hay nada?
* Especialista en telenovelas.
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