VIDEO › LA ARGENTINA DE TATO, AHORA REEDITADA EN DVD
El lujoso packaging que encierra cuatro discos y un par de extras imperdibles es un viaje al irrepetible personaje de la peluca, el frac y el cigarro, capaz de retratar el devenir político del país incluso en las épocas más duras.
› Por Horacio Bernades
En 1999, tres años después de la muerte de Tato Bores, sus hijos, Sebastián y Alejandro Borensztein, pusieron en el aire un ciclo de seis especiales, dedicado a revisar la historia entera de quien fue, sin ninguna duda, uno de los grandes cómicos de la televisión argentina. Tan lejos de la explotación post mortem como de la nostalgia fúnebre, el ciclo que se emitió por Canal 13 llevó por nombre La Argentina de Tato y contó con una línea narrativa propia, que hizo de él mucho más que una mera ilación de fragmentos o monólogos dispersos. La edición completa en DVD que por estos días presenta el sello Emerald, en un boxset de cuatro discos –que se consigue en videoclubes y en cadenas de libros, discos y video– le hace tanto honor al ciclo como al propio Tato, con un packaging de calidad superior a la media e incluyendo entre los extras un par de perlas de colección. Cabe considerarla un aporte indispensable, no sólo al vicio del coleccionismo criollo, sino a la recuperación de uno de los puntos más altos que la comicidad política haya alcanzado en el orden local.
A cargo del libreto y la dirección general, lo que hicieron los hermanos Borenstzein en La Argentina de Tato fue recuperar, con mucha pertinencia, un personaje que ellos habían inventado para su padre, en un programa previo (Tato, la leyenda continúa, 1991). Allí Tato hacía de Helmut Strasse, arqueólogo alemán que en 2492, mil años después del descubrimiento de América, desempolva las ruinas de cierto país llamado Argentina, hundido desde centurias atrás. Sus excavaciones funcionan como separadores, sumándoseles testimonios de presuntos argentinólogos, interpretados por un elenco de famosos que va de Leonardo Sbaraglia a Soledad Silveyra, pasando por Magdalena Ruiz Guiñazú, Marcos Mundstock, Daniel Rabinovich y hasta Dustin Hoffman. Que, en un recurso tan gracioso como efectivo, habla de cualquier cosa, pero es traducido como si lo hiciera sobre la Argentina.
Si mil años después Strasse siente perplejidad ante un mate o la foto de cierto presidente de patillas, diez años más tarde (o veinte, o treinta, o cuarenta, según el caso), puede llegar a causar estupor redescubrir a Tato, si es que en ese tiempo uno se olvidó de lo que era. Estupor no sólo por el altísimo nivel de los monólogos, tan buenos en el primer ciclo (Tato y sus monólogos, Canal 7, 1957/1960) como en el último (Good Show, emitido por Telefé en 1993). Estupor por la galería de libretistas, que va de Landrú a Saborido & Quiroga, pasando por el genial César Bruto, Jorge Schussheim, Geno Díaz, Jorge Guinzburg, Rudy & Daniel Paz... Estupor por el modo en que todos ellos se atreven a deconstruir el espacio televisivo, de forma tan temprana como en 1962, bastante antes de que Alberto Olmedo hiciera lo mismo en No toca botón.
La referencia a las propias condiciones de producción (referencia ficcionalizada, lo cual le agrega una capa más a la cebolla) fue una de las constantes de la marca Tato, incluyendo desde el vuelo de una mosca molesta hasta el pedido al apuntador para que lo rescate de una laguna, en medio de un monólogo. El estupor se extiende, claro está, al coraje y habilidad con que Tato y sus guionistas practicaban la crítica política, incluso en tiempos en que los que ni los bravos se atrevían. Disimulándolo con un aire de comentario al margen, un monólogo de 1967, por ejemplo –plenos tiempos de Onganía, Revolución Argentina y proscripción política– hace referencia a la inutilidad de la materia Instrucción Cívica, en la que a Tato le enseñaron a ir al cuarto oscuro, tomar una boleta y colocarla en la urna. “¿Para qué me sirvió?”, se queja.
Ni qué hablar del personaje que Roberto Carnaghi encarnó durante todo el menemismo, llegando a ser elegido ministro de Corrupción delante de un doble de Menem, y prosternándose, abrazando y besuqueando al mismísimo Luis Barrionuevo, a quien le grita “¡Idolo, ídolo!”, sin que al otro se le mueva un pelo. En otras palabras, la Argentina de Tato fue también la de los otros, y todas esas Argentinas están ahora aquí, en una caja color naranja.
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