Sábado, 14 de febrero de 2009 | Hoy
VIDEO › EL AñO DEL PERRO, óPERA PRIMA DE MIKE WHITE
El director estadounidense propone una suerte de “comedia triste”, que hace foco en el duelo y la soledad de la protagonista después de la muerte de su mascota. Los personajes de la película parecen estar un poco locos, pero nadie lo está del todo.
Por Horacio Bernades
Para el cine es un tiempo de perros. No sólo por los pobres estrenos semanales, o por las grandes candidatas a llevarse el Oscar de la temporada –igualmente pobres, casi todas–, sino por algo mucho más literal. No se trata, ni mucho menos, de que recién ahora la fábrica de sueños haya descubierto lo bien que los perros dan en cámara: eso se sabe desde los tiempos del cine mudo, como lo confirma el largo desfile de Astas, Lassies, Rintintines y Beethovens. Lo cierto es que los jadeantes peludos se hallan en pleno celo cinematográfico, como Bolt, Marley y yo y Hotel para perros –estreno de la semana próxima– lo prueban fehacientemente. Ninguna de ellas inició, sin embargo, este nuevo ciclo de apareamientos con el espectador. La iniciadora fue, un par de temporadas atrás, Year of the Dog, ópera prima de Mike White, presentada en la edición 2007 del Festival de Sundance y recién lanzada por AVH, con el título literal de El año del perro.
Los antecedentes de Mike White no son para despreciar. Empezando por su familia: el tipo es hijo de un tal Mel White, famoso reverendo de derecha que durante años intentó “curar” su homosexualidad, apelando a una variedad de métodos extremos, que incluyeron electroshock y exorcismos. Su hijo Mike es un cuarentón, tan desgarbado como una versión pelirroja de Goofy, que empezó en televisión, como productor de la mítica serie Freaks and Geeks. Al mismo tiempo se consagraba como actor cómico, en la exitosa película indie Chuck & Buck. Cuyo guión escribió, como haría poco más tarde en Escuela de rock y, más recientemente, en Nacho libre, ambas al servicio de su amigo Jack Black. A pesar de estos antecedentes (incluidos los familiares), El año del perro –que White escribió y representa su debut como realizador– no es una película cómica. Sí una comedia, por su aire, estructura y tácito, muy indirecto, sentido del humor. Una comedia profundamente triste, eso sí. Como que habla de un duelo, una larga soledad y la imposibilidad de salir de ambos.
La que sufre todo eso es Peggy (Molly Shannon, veterana del mítico Saturday Night Live y secundaria de mil comedias), una de esas típicas solteras cuya vida parecería reducirse a ir todos los días a una oficina hostil. Lo único propio de Peggy, su sola dosis de afecto diario, es Lápiz, el beagle al que se abraza todas las noches. Y que una de esas noches, durante una rara escapada nocturna, termina seco en casa del vecino (John C. Reilly), aparentemente por culpa de un veneno para alimañas. De allí en más, Peggy intentará llenar el vacío, sin lograrlo: el ovejero alemán que le recomendaron resulta un asesino en potencia, con el vecino la cosa terminará muy mal, un nuevo candidato (Peter Sarsgaard) se muestra incapaz de ponerle freno a su condición de célibe, y con su hermano y cuñada (Laura Dern) también terminará peleándose. A esa altura, Peggy pasó de ser una chica algo extraña a tener conductas propias de una Jim Jones canina.
En El año del perro todos están un poco locos: la compañera de trabajo que sufre de improbables sintomatologías dentales; el jefe que vive en estado de guerra no declarada con sus pares y posibles competidores; la cuñada que parece temer que el mundo real ejerza sobre su hija un efecto semejante al del rayo pulverizador de las historietas; el pretendiente, rara clase de célibe bisexual, y hasta algún pichicho. Como el ovejero que demuestra no ser precisamente el mejor amigo del hombre, y tampoco de otros perros. Todos están un poco locos: lo interesante de El año del perro es que nadie lo está del todo. Como otras películas recientes del mejor cine estadounidense de autor (Flores rotas, de Jim Jarmusch; Las confesiones del Sr. Schmidt, de Alexander Payne; Embriagado de amor, de Paul Thomas Anderson), White echa sobre el mundo –incluida la protagonista– una mirada entre azorada, espantada y curiosa. La mirada de quien no se cree ni más ni menos freak que el resto de este mondo cane.
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