Sábado, 8 de diciembre de 2012 | Hoy
VIDEO › ESTE ES MI LUGAR, DE PAOLO SORRENTINO, CON SEAN PENN
Cineasta de la máscara, el rulo y el artificio, Sorrentino es capaz de pasar de la máxima frivolidad a la melancolía total, y de ésta al grandeur operístico, e incluso a conciliar todo eso en un mismo plano, como un Dario Argento hemofóbico.
Por Horacio Bernades
Parece Piñón Fijo con peluca azabache. O una Cher sin cirugías, el día que se agarró a trompadas con el peluquero. Y sin embargo es Sean Penn, haciendo de Cheyenne, has-been del gothic rock de los ’80. Hace como veinte años que Cheyenne no agarra una guitarra, pero mantiene un look como de Robert Smith congelado en el tiempo. Que este joven de ayer, cuya actividad más esforzada consiste es jugar una variante de pelota vasca, con su esposa-bombero por contrincante (no se trata de una tipología lésbica: la esposa trabaja realmente de bombero), termine persiguiendo a través de Estados Unidos a un nonagenario ex torturador de Auschwitz junto al más legendario cazador de nazis, revela que This Must Be the Place no es la clase de película que venera un verosímil realista. Difícil que así fuera, habiendo sido escrita y dirigida por el napolitano Paolo Sorrentino, el más consecuente cultivador de la stravaganza cinematográfica contemporánea, tal como demostraban las previas L’uomo in più (2001) e Il divo (2008), vistas en sendas ediciones del Bafici. Presentada en Competencia Internacional en Cannes 2011, AVH acaba de editar This Must Be the Place, con el título Este es mi lugar.
“Lo que me molesta no sé exactamente qué es, pero es algo”, musita cada tanto Cheyenne, como para sí y sin que venga a cuento de nada. Uno de esos papeles por los cuales cualquier actor puede llegar a entregar una libra de carne, Cheyenne parece perdido en la propia inmensidad de su palacio campestre. La inmensidad de su nombre, tal vez. O, más posiblemente, la inmensidad de la culpa que lo abruma y lo tiene como atontado. Por haber tomado demasiado en serio sus canciones superdepres, dos chicos se suicidaron. No uno: dos. Cuestión de refregarse la culpa bien a fondo –al fin y al cabo, qué mas quiere un rocker gótico que frotarse la mala conciencia todas las mañanas–, Cheyenne suele visitar la tumba de uno de esos chicos y a la mamá del otro, que vive mirando por la ventana, como quien espera eternamente su regreso.
Melanco metrosexual, Cheyenne vive retocándose el maquillaje, el rímel, el carmín de los labios. Y corriéndose el mechón que le cuelga delante de la cara con la técnica de una colegiala: un coqueto soplidito hacia arriba. Ahora bien, ocurre que Cheyenne es judío. ¿Por qué no? ¿Gene Simmons, de los Kiss, no nació acaso en Haifa, con el nombre de Chaim Witz? Treinta años después de haber visto a su padre por última vez, cuando se entera de que éste está muriendo, Cheyenne cruza el Atlántico en barco (lo aterran los aviones). Sobreviviente de Auschwitz, el padre no llegó a cumplir el deseo que lo obsesionó toda la vida: atrapar a su torturador, que tal vez esté vivo después de todo este tiempo. ¿No habrá llegado para Cheyenne la hora de cumplir ese último deseo?
Cineasta de la máscara, el rulo y el artificio, Sorrentino no sólo es capaz de pasar de la máxima frivolidad a la melancolía total, y de ésta al grandeur operístico o la floritura de estilo, sino de conciliar todo eso en el mismo plano, como un Dario Argento hemofóbico. ¿Que por qué la película lleva el mismo título que una canción de Talking Heads? Porque David Byrne aparece por allí, interpretando una versión de This Must Be the Place y componiendo la banda sonora. “Perche mi piace”, habría contestado seguramente Sorrentino, si alguien le hubiera preguntado por qué puso a Byrne a hacer de sí mismo.
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