Los chicos de Memphis tiene el suspenso y la intriga de un policial escabroso.

La falibilidad de la Justicia, los secretos familiares y el carácter borroso de la verdad son temas que desvelan a la contemporaneidad. El cine documental no ha sido indiferente a ellos, con ejemplos tan notorios como Capturando a los Friedman (2001) y De niños (2003), del catalán Joaquín Jordá, ambas echando sombras sobre sendas acusaciones de pedofilia, aparentemente irrefutables. Presentada el año pasado en los festivales de Sundance y Toronto, West of Memphis sigue, desde el inicio hasta la resolución, un affaire judicial que hace veinte años sacudió no sólo a esa ciudad sureña y sus alrededores, sino a todo Estados Unidos. El affaire fue particularmente espeluznante, ya que giró alrededor del asesinato de tres niños de ocho años. Sony Video la lanzó recientemente en DVD, con el título Los chicos de Memphis.

No es azaroso que la película, dirigida por la realizadora Amy Berg, haya sido producida por el neocelandés Peter Jackson, director de El señor de los anillos, y por su mujer, socia y coguionista, Fran Walsh. Junto con celebridades como Johnny Depp, Eddie Vedder, Patti Smith e Iggy Pop, en 2011 Jackson y Walsh abogaron por la reapertura del caso, que diecisiete años antes se había cerrado con la condena a cadena perpetua de dos de los acusados y la condena a muerte de un tercero, considerado el “cerebro” del crimen. De modo tan clásico como sistemático, Berg (nominada al Oscar en 2006 por Deliver Us From Evil, sobre el padre O’Grady, abusador de docenas de niños y actualmente en prisión) reconstruye la historia entera del caso conocido con el nombre de “los tres de Memphis”. Una tarde de 1993, tres niños salieron de sus casas para ir a jugar. Nunca regresaron. Tras una búsqueda larga y angustiosa, los cuerpos se hallaron, horriblemente mutilados, en un arroyo de las inmediaciones de West Memphis.

Rápidamente (demasiado rápidamente, podría pensarse) la fiscalía dio con tres muchachos de 16, 17 y 18 años, llevándolos a juicio. Además de ser un chico “de aspecto raro”, el mayor de ellos, Damien Echols, presunto miembro de una secta satánica, habría arrastrado a los otros dos a un crimen ritual, al que no le faltaron detalles como el cercenamiento del pene de una de las víctimas. El cuchillo con el que lo habrían hecho se halló detrás de la casa de otro de los acusados, los testigos fueron contundentes, el jurado no dudó. Pero la ejecución de Echols se pospuso y en 2007 un nuevo equipo de abogados apeló, aportando nuevas pruebas. Mientras un movimiento civil en defensa de los acusados crecía en forma exponencial –incluyendo marchas, manifestaciones y toda clase de presentaciones ante los medios–, el juez desestimó las nuevas pruebas. Lo cual hizo crecer el movimiento aún más.

Apoyados por una nueva investigación policial, eminentes juristas comenzaron a cuestionar seriamente el dictamen previo, al tiempo que comenzaban a poner la mira en el núcleo familiar de las víctimas. Llegados a ese punto es preciso detenerse, ya que con su crimen horrible, sus distintas líneas de investigación, sus pistas falsas y sus insospechables revelaciones (entre ellas, unas tortugas que bien podrían protagonizar una de terror ecológico), Los chicos de Memphis tiene el suspenso y la intriga de un policial escabroso. Incluyendo el condimento de saber que “esto ocurrió en realidad” y el surgimiento, a partir de determinado momento, de temas que no dejan dormir en paz a la sociedad contemporánea. Desde el de la disfuncionalidad al de la psicosis colectiva, pasando por el abuso familiar, la violencia sobre los más débiles, el filicidio, real o simbólico.