Sáb 19.05.2007
espectaculos

VIDEO › “LA CIUDAD ESTA TRANQUILA”, DE ROBERT GUEDIGUIAN

La mirada desesperanzada de un cazador de utopías

El director de Marius y Jeanette propone aquí un nuevo viaje a Marsella, objeto de sus amores y, en esta ocasión más que nunca, de sus angustias.

› Por Horacio Bernades

En el año 2000, Robert Guédiguian –cuyo opus más conocido sigue siendo Marius y Jeanette– salió al ruedo con dos películas que, presentadas casi al mismo tiempo, parecían funcionar como hermanas mellizas. Esto es: una, como espejo contrario de la otra, pero ambas ligadas por un fuerte aire de familia. De esas películas, una (¡Al ataque!) tuvo estreno regular, aunque algo demorado, en la Argentina. La otra pudo verse en algún ciclo de cine europeo, pero hasta el momento no había conocido un lanzamiento más o menos oficial. La semana próxima le llegará el turno, en formato DVD y a la cabeza de un pack de estrenos franceses en video al que su editora, SBP, le puso por título 2º Tour de cine francés (ver detalle aparte). Se trata de La ciudad está tranquila, versión en negro de ese cuento de hadas político-social que fue ¡Al ataque!

Pocas veces más propicia la idea de “aire de familia” que al hablar de una película de Guédiguian, cuyo elenco de actores estables parecería viajar de película en película como quien pasa de una reunión de clan a otra. Encabezados por la pequeña Ariane Ascaride (esposa y actriz fetiche del realizador de ascendencia armenia), reaparecen aquí Jean-Pierre Darroussin, Gérard Meylan & Cía., seguramente más conocidos por sus rostros que por sus nombres. Si se trata de una familia, la casa en la que residen es, claro, la ciudad de Marsella, objeto de los amores y, en esta ocasión más que nunca, las angustias y desvelos del realizador. De protagonismo tan coral como todas las películas del realizador, además de poseer el título más cruelmente irónico de todas ellas, La ciudad está tranquila es, sin duda, la más desesperanzada de un cineasta al que suele caracterizar un utopismo a toda costa.

Ascaride trabaja aquí en una pesquera y tiene un marido al que la desocupación parece haber empujado, como tantos compatriotas, al racismo y la xenofobia. Pero no es precisamente él el principal problema de Michelle. Para pagar el consumo de lo que allí llaman “harina”, su hija, adolescente y madre soltera, se prostituye. En un momento dado será su madre la que, en un círculo trágico, tome el lugar de la hija, suministrándole las dosis que aplaquen su síndrome de abstinencia. Alrededor de Michelle circulan también un ex trabajador portuario, que tras renegar de las viejas banderas se compró un taxi; el padre de éste, militante comunista de toda la vida, que a duras penas le perdona su aggiornamiento; un ex presidiario negro a quien le cuesta reinsertarse socialmente y el dueño de un bar, dueño también de una historia familiar altamente combustible. Así como un arquitecto ambientalista, progre y de doble moral, a quien la hastiada esposa le escupe: “Prefiero a los pobres que votan a la extrema derecha que a los pequeños burgueses como vos, que dicen trabajar para esa misma gente”.

En el marco de una ciudad que muta el antiguo perfil fabril, pesquero y portuario por la postal turística para ricos, e iluminados por el engañosamente luminoso sol marsellés, la tragedia parecería observar a todos ellos desde las sombras, esperando el momento adecuado para estallar. Momento ideal, entonces, para lanzar La ciudad está tranquila, justo cuando Sarkozy está a punto de convertirse en presidente de Francia. Una Francia que cada vez se aleja más del Frente Popular, ése con el que los personajes de Guédiguian suelen soñar.

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