Grabadoras y aparatos comerciales crecieron desmesuradamente desde el advenimiento de Los Beatles. Un nuevo rock-verdad del fin de los ’60 llevó al mundo de la música a elevaciones jamás soñadas antes, nunca se vendieron tantos discos ni se hicieron tantos recitales como entonces. Estábamos entusiasmados.
Pero el propio hecho de comenzar a mover tanto dinero, y de crear un aparato tan complejo y organizado, era el germen de la destrucción implacable de la música y del espíritu que lo engendró. Pronto comenzamos a notar que los rostros de los negociantes se ponían impacientes, se habían hartado de la búsqueda artística y nuevamente exigían cifras.
No pienso que no haya que vender. No pienso que las grabadoras sean sociedades de beneficencia ni mucho menos. Sí pienso que hay que combatir la mediocracia.
Comenzamos vendiendo bastante, luego mucho de lo bueno. Hoy volvemos a vender mucho, exclusivamente de lo malo. Nuevamente los discos son pura y simplemente pedazos negros, redondos, con un agujerito en el medio, de plástico, nada más. Una vez más, los Señores del sonido se desentienden olímpicamente del contenido de sus productos y de la calidad de sus producidos.
Esto no es general, existen aquí y allá bichos raros, preocupados por mantener viva la llama de un arte humano, de una música que apunte a lo alto, de artistas que lo sean verdaderamente, osadamente.
Pero la mayoría de los titiriteros es mediocre, sorda, sin ningún tipo de lirismo, ni mucho menos de filosofía. Son meros fabricantes de chorizos.
* Fragmento de la “Carta a los músicos de 1980”, de Claudio Gabis, incluida en Cómo vino la mano.
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