Martes, 10 de junio de 2008 | Hoy
LITERATURA
Recuerdo una escena en que Gaviota se levanta muy nerviosa con su trajecito de ejecutiva porque tiene una cita temprano en la oficina, con el doctor Salinas, y ella no sabe bien si se trata de una propuesta de trabajo o de casamiento. Gaviota no lo ama: lo quiere. Lo quiere y lo respeta. Entonces, decía que sale del dormitorio con su trajecito y empieza a decirle a su madre, así como hablaba ella: “Pero vea, María del Carmen, que yo no sé dónde ha puesto usted mi carterita, con esa manía de ordenar mis propias cosas...” Y la madre que le dice: “Mire usted, Gaviotica, que mientras yo siga en esta casa y en este puesto no seré María del Carmen sino su madre, y hay que verla lo nerviosica que está porque no tiene la respuesta lista para el doctor Salinas, que es mucha belleza de señor. Y aquí tiene usted la carterita, pa’ que vea...” La hija se disculpa y mientras cierra la puerta, ella, desde la cocina, le murmura su bendición: “Padre Santo Amén” (...) Las discusiones entre ellas dos hacían que me riera sola con unas carcajadas sonoras, francas, que me sorprendían. Sólo con ellas sentía ese deleite, esa sensación de confianza que crecía tarde a tarde. La misma que noche a noche iba perdiendo con mi propio marido.
* Fragmento de Rosas colombianas (Emecé).
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