Al final del libro plantea que el legado del nacionalismo objetivado en la dictadura sigue activo. ¿Qué análisis hace del conflicto entre los sectores agropecuarios y el Gobierno?

–Desde la lejanía veo el conflicto con el campo como una disputa entre propietarios rurales que junto a medianos y pequeños productores quieren pagar menos impuestos –o en muchas casos no pagarlos– y un gobierno que los entiende como traidores al país y que por su parte se entiende a sí mismo como el único representante de una supuesta Argentina más verdadera que otras. Por otra parte, la llamada oposición se identifica con estos empresarios agrarios y también los propone como el “verdadero” país. La Iglesia se presenta como el árbitro ideal, posición defendida por algunos empresarios agropecuarios. Quién eligió a los obispos para que medien no es una pregunta que se pueda responder desde una lógica democrática y dialógica. Muchos argentinos piensan que la democracia es una cuestión de humores populares y que la diferencia política o fiscal no admite los plazos electivos de un gobierno. El nacionalismo es un tema central en esta discusión impositiva y se presenta con escarapela al pecho en todos los sectores en pugna. Me parece que ésta es una cuestión técnica que prefiere ser presentada por todos los actores en términos de amigos y enemigos. Casi parecería que muchos argentinos, incluido el Gobierno, quieren poner frenos a una nueva oportunidad económica súbita e inesperada. Creo que esto incluye a las distintas facciones en pugna, el Gobierno que entiende su elección como una autorización suficiente para gobernar sin diálogo y la oposición que incluye a estos productores del campo –porque así lo quieren– que claramente manejan un lenguaje y una práctica que poco tiene que ver con el diálogo y la respetuosa interacción democrática.