Mar 02.09.2008
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LITERATURA › OPINIóN

El mundo como biografía

› Por Pablo Gianera y Daniel Saimolovich *

La poética de Calveyra, se ha dicho, desafía los géneros. Drama, narración, siempre poesía, su escritura se ensimisma en el ritmo e inventa una lengua utópica que procrea la relación adánica que mantiene con las cosas: todo lo que nombra parece nombrado por primera vez. La escritora italiana Cristina Ocampo observaba que quien haya tenido la suerte de nacer en el campo llevará consigo durante toda la vida la posesión de un lenguaje arcano y un despliegue musical de las frases. La poética de Calveyra parece haberse conformado de una vez y para siempre en esa matriz del habla entrerriana. Pero mientras que en su primer libro, Cartas para que la alegría (y aun antes, en Diario del fumigador de guardia, escrito hacia 1951 aunque publicado en 2002), Calveyra trabaja una retórica de breves frases rítmicas, en Maizal del gregoriano opta por formas más extensas, cercanas al versículo, y por el cultivo de un letanía ascética que remite a las inflexiones de los cantos entonados regularmente en el templo. Y aunque prescinde de los cortes de versos, el poema –cuyas frases se parecen engañosamente a la prosa– dota a cada palabra de una alta temperatura que se juega en el encuentro con el silencio, pero no de cualquier silencio: el silencio, si cabe, que le pertenece a esa palabra, que la rodea como a un objeto único.

Lo que asombra del castellano de Calveyra es que suena “cierto”, no literario; el más leve examen muestra que, con su viva raíz campesina, no es, empero, una lengua mimética del habla del campo ni de ninguna otra; es un habla –y especialmente una gramática– inventada, fruto a la vez del más fino oído y la mayor libertad inventiva: una cosa habilita la otra. Tal vez sea un efecto del hecho de que el español no es, desde hace muchos años, su lengua de comunicación cotidiana, o quizás algo inherente a su persona, o a su vocación de escritor: cada frase, pero también cada momento, persona y animal y planta, parece ser para él un ejemplar de una especie en extinción, parte de un juego donde la finitud es la prenda de una infinita seriedad y la novedad y la sorpresa las prendas de una pánica alegría. “Mete miedo –dice de él Cristina Campo, que lo conoció recién llegado a Francia—; transforma en alegría todo lo que toca.”

* Fragmento de El mundo como biografía, en Poesía reunida (Adriana Hidalgo).

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