Lunes, 6 de octubre de 2008 | Hoy
LITERATURA
En la República de Costaguana, José Altamirano no existía. Allí vivía mi relato, el relato de mi vida y de mi tierra, pero la tierra era otra, tenía otro nombre, y yo había sido eliminado de ella, borrado como un pecado inconfesable, obliterado sin piedad como un testigo peligroso. Joseph Conrad me hablaba del esfuerzo terrible que implicaba dictar la historia en las condiciones presentes, y dictársela a Jessie, cuyo dolor le impedía trabajar con la concentración debida. “Podría dictar mil palabras por hora”, me dijo. Es fácil. La novela es fácil. Pero Jessie se distrae. Llora. Me pregunta si quedará inválida, si deberá llevar muletas el resto de su vida. Pronto me veré obligado a contratar una secretaria. El niño está enfermo. Los créditos se acumulan sobre la mesa, y yo debo entregar este manuscrito a tiempo para evitar males mayores. Y entonces ha llegado usted, ha respondido una serie de preguntas, me ha contado una serie de cosas más o menos útiles, y yo las he utilizado como me lo dicta la intuición y mi conocimiento de este oficio. Piense en esto, Altamirano, y dígame: ¿de verdad cree que sus pequeñas susceptibilidades tienen la más mínima importancia?
Fragmento de Historia secreta de Costaguana (Alfaguara).
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