LITERATURA › OPINIóN
› Por Florencia Abbate *
En la época en que yo comencé a leer a Cortázar, principios de los años ’90 –y hasta el fin de esa década– los argentinos consideraban de “buen tono” deshacerse en elogios a Borges –incluso aunque no lo leyeran– y muy pocos recordaban a Cortázar como se merece. Viajando por América latina me conmovió descubrir que el aprecio por Cortázar no tiene fronteras nacionales ni generacionales, como tampoco entre lectores, críticos y escritores. Fue adorado por Onetti y más tarde por Bolaño, que no era nada afecto al elogio fácil y dijo: “Para nosotros era Dios”. Esa frase sintetiza bien algo de la percepción que debimos tener las generaciones que llegamos después de la que leyó Rayuela en los ’60. Además de haber escrito maravillosos cuentos, era ya el mítico autor del libro que había tocado las entrañas de miles de jóvenes de su época, que les dijo lo que ellos pensaban pero no estaba escrito, que había logrado sintonizar con las inquietudes políticas pero también satisfacer aquello que la política no termina de llenar (cosas que sólo la literatura puede darnos) y hasta había dado pie a un ejército de chicas latinoamericanas que querían ser La Maga, fumaban Gitanes y cocinaban mal, o sentían que la novela de Cortázar les “hablaba” personalmente a ellas, como si fueran sus novias.
No en vano Cortázar decía: “No puedo ser indiferente al hecho de que mis libros hayan encontrado en los jóvenes latinoamericanos un eco vital. Sé de escritores que me superan en muchos terrenos y cuyos libros, sin embargo, no entablan con los hombres de nuestras tierras el combate fraternal que libran los míos”. Nada parecía encantarle más que haber podido abrazarse a su presente y resonar con él. Adoraba pensar que sus novelas podían contener de algún modo el temblor, la presencia, la atmósfera sutil de aquel momento en que fueron gestadas. Por eso, probablemente la más pueril de las críticas que se le hacía en los ’90 a Rayuela es que sería una novela “muy fechada”. Después de todo, así como leemos Rojo y negro de Stendhal y disfrutamos sabiendo que se trata de la sociedad francesa del siglo XIX, los personajes de Cortázar también seducen con todo lo que tienen de históricos.
Por otra parte, cabe recordar que fue un intelectual más preocupado por su presente inmediato que por la posteridad en términos abstractos. Una vez afirmó que rechazaba la “superstición burguesa” del libro como objeto duradero: “puesto que en el fondo su idea de la literatura es aséptica, ucrónica, y tiende patéticamente a la eternidad”. Rodolfo Walsh podría haberlo acompañado en ese sentimiento. Ambos aceptaron que escribían al borde del vértigo, de las catástrofes provocadas por el sistema, de la muerte de inocentes, tratando de aportar una chispa de lúcida esperanza. Me gusta recordar que Cortázar se alegraba pensando que los jóvenes sintieron que la influencia de sus libros “se ejercía en un territorio sólo tangencialmente conectado con la literatura”. Creyó en la utopía de que el libro es capaz de afectar e incluso incidir en la vida del lector. De ahí que criticara a “la raza de escribas que se horripila de cualquier acto extraliterario dentro de la literatura”, y dijera ver en eso un gesto de conformismo ante la debacle.
* Escritora.
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