TELEVISION › OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
“¿A esto llamás tu ‘especial del día’? Lo siento, hoy no puedo darme el lujo de morir intoxicado.” En esa clase de frases, expresada en un inglés correctísimo y elegante, radica la atracción de Gordon Ramsay, que consigue la rareza de atraer público masculino al target de programas de cocina. Para un fanático de House MD, la asociación es evidente, salta a la vista: Ramsay es el Dr. Gregory House del mundo de los chefs. En Kitchen Nightmares, la serie que puede verse por la señal ManagemenTV, el escocés criado en la ciudad natal de Shakespeare lleva a cabo un tour en el que la pesadilla no son sólo las cocinas que debe visitar y diagnosticar, sino sobre todo lo que experimentan sus... víctimas. Es que el chef no tiene filtro y su idea de la perfección culinaria llega a tal nivel de obsesión que considera todo defecto como un pecado. Y entonces, pobre del jefe de cocina que debe enfrentarse a su ojo clínico, que no perdonará ningún desliz. Pobres de los hombres de delantal sometidos a esa verba incendiaria, capaz de demolerles la autoestima aunque sea con la mejor intención de que el restaurante en cuestión se salve del desastre.
Como House, Ramsay no tiene piedad de sus subalternos. Pero hay una diferencia nada menor: el médico de bastón es un personaje ficcional, Gordon es de carne y hueso. Y veneno.
Basta verlo en su otra creación, Hell’s kitchen, que en Estados Unidos ya presentó su quinta temporada y aquí arranca ahora la tercera. Cualquier cuestionamiento al género del reality show se diluye frente a la adrenalina que produce su certamen de chefs, tan perverso como cualquier otro pero aplicado a un arte en el que un condimento de más o de menos es la diferencia entre un plato exquisito y una bazofia intragable. Y además, el carácter de Ramsay –que sabe hacer un mimo cuando es necesario, pero adora repartir trompadas, o palazos de amasar– llega a estimular la morbosidad de preguntarse hasta dónde resistirán los aspirantes, quién será el primero en rubricar el sartenazo justiciero que haga callar al rubio. En la cocina del infierno, nunca mejor escogido un título, el chef somete a los aprendices a una rutina salvaje, exigente, extenuante. Es cierto, los que quieran abrirse paso en el altamente competitivo terreno de la cocina profesional deberán acostumbrarse a semejante presión, pero no deja de asombrar el modo en que Ramsay gritonea, vitupera y minimiza el trabajo de las chicas y muchachos que, allá al final del programa, ven brillar la esperanza –la zanahoria – del boliche propio. Entre todas esas lecciones, los participantes aprenderán que el formato del reality exige conductas a veces aberrantes, pero que esas conductas al cabo parecen un juego de niños comparadas con lo que se debe tener para sobrevivir en una cocina.
Y además: en Kitchen Nightmares y en Hell’s kitchen, Gordon Ramsay corre el velo de ese lugar que muchas veces es una incógnita, la duda que a veces nos asalta en el mismo acto de comer afuera. Algunas de las cocinas que se ven en Pesadillas... hacen que uno se lo piense dos veces antes de sentarse a una mesa. Como siempre, será mejor concentrarse en el sabor de lo que nos ponen delante y evitar la interferencia de preguntarse cómo es el lugar de donde salió. Para eso está Ramsay, una especie de justiciero culinario cuyo sadismo está alimentado por el pensamiento superior de que toda cocina debe ser lo más cercano a la perfección. Quien no lo vea así pagará las consecuencias de su furia.
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