MUSICA › THE STOOGES, EL GRITO PRIMAL DE UNA GENERACIóN DESCREíDA
En la era del flower power, el debut de Iggy Pop, los hermanos Ron y Scott Asheton y Dave Alexander fue demasiado para la época. Pero con el correr del tiempo se convirtió en referencia ineludible del punk inglés y sus reflujos estadounidenses.
› Por Roque Casciero
El efecto Woodstock, con sus cifras record, sus artistas consagrados y su celebración cúlmine del flower power, provoca que en millones de mentes 1969 sea el año de los trips de ácido, los “bardos barbados” con guitarras acústicas, los mensajes de paz y amor, el hippismo y las buenas ondas. Fue lógico, entonces, que el debut epónimo de The Stooges, publicado en el mismo agosto en que se hizo Woodstock, fuera derechito a las bateas de discos de oferta. Esa electricidad fuera de control, esos riffs hirientes, esos ritmos trepidantes y los aullidos primales de Iggy Pop eran demasiado. Y no sólo para los chicos universitarios encantados porque ya podían manejar el convertible de papi y para las porristas preocupadas porque sus cabellos brillaran más que los de las demás: los Stooges eran demasiado para la mayoría de los rockeros modelo 69, los de la generación Woodstock. ¿Qué hacía ese desenfrenado cantando que quería ser tu perro (“I Wanna Be your Dog”) en lugar de ensalzar el poder de las flores y la meditación? ¿Por qué insistía en que nada era divertido (“No fun”) justo cuando sus congéneres parecían estar a punto de producir una revolución cultural?
La respuesta quizá esté en la canción “1969”, que en pocas frases instala al que escucha, cuarenta años más tarde, en la mente de un veinteañero del centro de Estados Unidos, donde no hay ciudades cool como en ambas costas del país. “Es 1969, OK, en todo Estados Unidos/ es otro año para vos y para mí/ otro año sin nada que hacer”, cantaba Iggy Pop. Desesperación, ansiedad, aturdimiento, un poco de estupidez mezclado con una lucidez diferente, la incómoda sensación de saberse fuera de lugar: todo eso simbolizaba The Stooges, de ahí el desfasaje con sus congéneres de Woodstock. Los pocos que se expusieron al electroshock provocado por Iggy, los hermanos Ron (guitarra) y Scott Asheton (batería) y Dave Alexander (bajo) recibieron el impacto, pero ya estaban marcados desde antes: eran los parias de la sociedad, los que ni siquiera podían sentirse cómodos entre los hippies. Los Chiflados (eso significa stooge) cantaban sobre ellos mismos en “No fun”, pero había otros descastados que sabían bien que “no es divertido estar solo, enamorado de nadie”.
El impacto de The Stooges tardaría en llegar. En términos comerciales, el disco fue un fracaso que instaló una espada de Damocles sobre la banda desde el vamos, y recién reapareció en las bateas con la llegada del CD. Pero los parias que habían escuchado el álbum se lo prestaron a sus hermanitos y, de repente, a mediados de los ’70 los Sex Pistols cerraban sus shows con “No fun” y toda la generación punk les rendía tributo a sus padrinos. Para entonces, The Stooges ya no existía, Iggy estaba en otra de la mano de David Bowie (en el 77 sacó The Idiot y Lust for Life, sus mejores discos como solista) y los Asheton intentaban infructuosamente mantenerse en escena. Otra generación desencantada, la del grunge, rescató una vez más el ejemplo de los Stooges, lo que coincidió con las reediciones del disco.
En la Argentina, el nombre de la banda fue contraseña para un círculo muy pequeño del que formaban parte Walas (Massacre), Marcelo Pocavida o Patricia Pietrafesa (Cadáveres, Cumbia Queers). Pero las visitas de Iggy hicieron que más gente se familiarizara con “I Wanna Be your Dog” o “No fun”, de ahí que cuando los reformados Stooges (con Mike Watt en lugar del fallecido Dave Alexander) finalmente desembarcaron en Buenos Aires en 2006, más de 18 mil personas vibraron en el Club Ciudad. Fueron cinco años de reivindicación para los parias de Ann Arbor –hasta la muerte de Ron Asheton a principios de 2009–, los destinados al fracaso y a la batea de ofertas. Ni ellos podían imaginar, cuarenta años atrás, que había tantos desesperados dispuestos a dejarse atravesar por la electricidad rockera.
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