TELEVISION › OPINIóN
› Por Pablo Vignone
La impresión fue curiosa: el panorama era similar al de una resaca colectiva, como si los hinchas se arrodillaran junto al cordón de la vereda para vomitar fútbol, presas de la intoxicación. Veinte horas de televisación sólo en Canal 7, más agregados en América o Canal 9, más los 23 goles a reiteración eterna y una imposibilidad clave: la de resistirse a tanta oferta. Un periodista hizo circular la semejanza en una mesa de café, café bien fuerte para combatir esa resaca. Nos pasó como con el destape posterior a la caída de la dictadura, un cuarto de siglo atrás. Aquella vez fueron las tetas que asomaban en los quioscos de revistas o en las incipientes películas softcore de la renacida democracia; ahora los goles secuestrados. En esencia, el culto de lo prohibido, con la evidencia sustancial de que la matriz política de la incautación es radicalmente distinta. El problema no fue la abundancia, sino el fácil acceso a un producto que, como droga audiovisual, se mantuvo tabicado durante casi dos décadas, escamoteado por una operación perversa que naturalizó el monopolio hasta hacerlo costumbre. Fue irresistible durante el fin de semana no mantener encendida la tele, no estar atento, no curiosear, no dejar de comprobar con agrado que las transmisiones ya no estimulan las falsas polémicas en torno del juego o de las decisiones de los árbitros, ni están espantosamente adornadas por zócalos promocionales. El equilibrio es inexorable, vendrá con las fechas, el reparto de la grilla, la asunción de que la novedad que hoy parece milagro se torna, también, costumbre.
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