Domingo, 22 de enero de 2006 | Hoy
OPINION
En 1982, Juan Rulfo llegó al Festival Horizonte, en Berlín Occidental, y descubrió que no llevaba anteojos. Una variopinta multitud –simpatizantes de América latina vestidos como antropólogos ante la etnia equivocada– lo aguardaba para su lectura con Günter Grass. El autor de Pedro Páramo le pidió sus lentes a Grass y dijo que leería con los ojos de su maestro. Se hizo el aturdidor silencio que campea en los pueblos rulfianos. En un tono susurrante, de viento arenoso, Rulfo confirmó el misterio de su escritura: la invención de una naturalidad, el acento vernáculo filtrado por una técnica que se sirve de anteojos ajenos. En 1955, año de la aparición de Pedro Páramo, Carlos Blanco Aguinaga señaló que en el ámbito rulfiano “nadie escribe: alguien habla”. No es casual que el título de trabajo de la novela fuera Los murmullos. El protagonista llega a Comala en busca de su padre y descubre que todos sus interlocutores son espectros. De manera emblemática, muere en la página 73. En un giro maestro, la historia continúa sin él, como coro de voces independientes.
Rulfo procura que las palabras lleguen sueltas, como arrastradas por el viento. Los cuentos de El llano en llamas (1953) derivan su fuerza de lo que se revela de modo casi indeseado. Los personajes suelen ser arrepentidos en su última hora, hombres parcos a quienes la vida arrincona hasta hacerlos elocuentes. Vencidos por una violencia atávica, dicen frases que los comprometen. La acústica rulfiana es la de lo escuchado por accidente. Por un favor del aire, alguien oye una confesión en “la noche entorpecida y quieta”. En un texto para la película La fórmula secreta (1964), Rulfo confirma el poder oral de su idioma: “Ustedes dirán que es pura necedad la mía, que es un desatino lamentarse de la suerte y cuantimás de esta tierra pasmada donde nos olvidó el destino”. Este calculado trabajo de la palabra se ha confundido con una taquigrafía documental. La primera edición de El llano en llamas informa que el autor se sirve “de su experiencia personal, de las charlas familiares, de los relatos escuchados en boca de los hombres de su provincia”. Con etnológico entusiasmo, se enfatiza su valor testimonial, telúrico. La hazaña de Rulfo es muy superior. Lejos del costumbrismo, crea una manera simbólica de referirse a los pueblos “donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio”.
A propósito de Borges, Beatriz Sarlo observa que la universalización de su literatura corre el riesgo de borrar sus vínculos con la cultura vernácula. También Rulfo funda una “modernidad en las orillas”, pero ha sido víctima de la lectura opuesta. Sus estructuras y su artificioso empleo del habla “natural” suelen ser vistos como resultados accidentales de una realidad tan poderosa que produce a su testigo. La fama cosmopolita de Borges lo desarraiga de sus fervores locales; la de Rulfo lo asimila en exceso a una cultura que superó con creces, la ilusión de localidad que el autor podía leer sin problemas con los lentes de Günter Grass.
Monterroso se inspiró en Rulfo para la fábula del Zorro en La Oveja Negra. El Zorro escribe una obra maestra. Su segundo libro es aún mejor. Entonces la República de las Letras le exige un tercero, con el secreto afán de que fracase. El Zorro detecta la estratagema y deja de publicar. Como el personaje de Monterroso, Rulfo calibró hasta dónde llegaba la voz del viento, y guardó silencio.
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