CINE › ENTREVISTA A JUAN SASIAíN Y FEDERICO GODFRID, DIRECTORES DE LA TIGRA, CHACO
Los cineastas se refieren al protagonista de la película que se estrena hoy. Pero también hablan de sí mismos. Tras un paso conjunto por el teatro independiente, vuelven a su pasión iniciática: el cine. Rodaron entonces en un pueblo chaqueño de apenas tres mil habitantes.
› Por Ezequiel Boetti
Pocas duplas de directores argentinos deben tener una relación tan simbiótica como Juan Sasiaín y Federico Godfrid, responsables de La Tigra, Chaco, que se estrena hoy en el Malba y el Artecinema. Entrevistados por separado, la primera persona del singular se tomó vacaciones de sus léxicos: las respuestas se complementan, los recuerdos se repiten y los conceptos se comparten con el “yo” como un vocablo ausente reemplazado por el “nosotros”. Definida por el primero como una “telepatía artística” donde “cada uno sabe lo que piensa el otro casi sin hablar”, el vínculo entre estos debutantes en la pantalla grande no comenzó tres lustros atrás cuando los unió la Carrera de Imagen y Sonido de la UBA, donde cursaban juntos sin saberlo, sino en un viaje grupal al Festival de Mar del Plata, a fines de la década pasada. “Desde entonces compartimos infinitas horas de estudio y de trabajo”, rememora Godfrid, quien junto a su amigo forjó una carrera más cerca de los escenarios que de los sets de filmación.
“El teatro nos dio muchos regalos. La posibilidad de expresar nuestras pasiones y descubrir nuestra voz personal en un trabajo de búsqueda que duró años y la oportunidad de conocer a muchos colegas y espacios de nuestro país”, reflexiona vía mail Sasiaín. Fue justamente gracias a la participación de su unipersonal Beto, el suertudo (donde su compañero de ruta se encargaba de la puesta en escena) en el Festival Nacional de Monólogos –que organiza desde 2005 el director del único grupo teatral de La Tigra, Carlos Werlen–, que recaló en ese pueblo chaqueño de casi tres mil habitantes ubicado a doscientos kilómetros de Resistencia. “Nos especializamos en el teatro, pero nuestra pasión siempre fue el cine, entonces pensamos que sería muy bueno escribir una película ahí”, afirma Godfrid. El apoyo del municipio y la intendencia fue total: “Nos invitaron diez días para trabajar allá y fuimos sin nada preestablecido, queríamos ver qué podíamos escribir”.
Con el irrefrenable paso de los jornadas como principal enemigo, la temida hoja en blanco era una posibilidad latente. “La falta de ideas es un abismo. Provoca una adrenalina tremenda, un vértigo intolerable. Pero cuando se aprende a disfrutar del proceso, la experiencia de enfrentarse con el abismo se transforma en un placer inmenso –explica Sasiaín vía mail desde Uruguay, donde recibió el 2010–. La creación es nuestro juego favorito. Nunca tuvimos miedo. Ya en el viaje de ida en el micro empezamos a trabajar sin parar en una sinopsis posible. Luego cada día en La Tigra se transformó en una jornada de trabajo sin descanso. Incluso dormíamos por turnos para que la máquina creativa nunca se detuviera. Federico escribía hasta tarde por la noche y yo desde muy temprano a la mañana. A la inspiración hay que hacerla aparecer a fuerza de trabajo y constancia”, agrega. Su amigo y compañero complementa: “Sacamos fotos de posibles locaciones, conocimos actores y no actores que pudieran dar con los personajes”, asegura el también docente de la materia Dirección de Actores en la UBA. De allí que gran parte del casting esté conformado por los vecinos, muchos en sus roles cotidianos. Sólo los protagonistas Ezequiel Tronconi y Guadalupe Docampo eran profesionales con experiencia previa.
El interpreta a Esteban, un joven que vuelve al pueblo que lo vio crecer en busca de su padre, un camionero de presencia corpórea ausente con el que debe hablar sobre un asunto porteño nunca del todo claro. Poco importa esa cuestión, al fin y al cabo un MacGuffin para que el protagonista se reencuentre con sus raíces y las costumbres de los primeros años de su vida. Allí, circundada por tererés y amigas, apisonada por un cielo arrolladoramente diáfano, está también Vero, amiga de la infancia y quizá su primera experiencia en las huestes del amor juvenil. “La película no tiene nada de autobiográfico. Nuestra hipótesis de trabajo fue escribir desde lo que somos. No podíamos pensar la historia de un chaqueño porque no somos de allí y no estuvimos el tiempo suficiente para entender la idiosincrasia local”, explica Godfrid, quien señala la perspectiva desde la que construyeron la trama. “Es la historia de un porteño que llega a La Tigra y se entusiasma con lo que pasa allí, tal como nos ocurrió a nosotros. De ahí que le dimos a Esteban un motivo por el cual volver.” Sin embargo, reconoce que la proximidad generacional con el protagonista sí tiene tintes en los que se ve reflejado: “Tanto él como nosotros estamos en una etapa de transición: es el tiempo de alejarse del lugar de hijo para empezar a forjar un lugar propio, de empezar a vivir solos, de encaminar la vida, de plantearnos qué queremos de la vida”.
Como Esteban y la vuelta al lugar que alguna vez sintió propio, el binomio que mamó cine para pegar el estirón sobre las tablas retorna en La Tigra, Chaco a la pasión iniciática por la pantalla grande. “No sé si es posible un paralelismo. El retorno del personaje tiene más que ver con la etapa de la vida en la que estamos Juan y yo, que son los treinta. Hasta los 27 años son todos viajes de ida, y ahora ya pensamos en volver”, confiesa el también director del portal audiovisual grupoKane, visión que, para variar, se condice con la de su colega: “Nos gustan los relatos de viajes, son fundacionales en toda persona y en toda cultura. En este caso decidimos –o nos tocó– escribir un viaje de vuelta. Fue un viaje de vuelta para Esteban a su pueblo de infancia y un viaje de vuelta a trabajar en el cine, cargados de nuestra experiencia con los actores y la narración en el teatro”, reflexiona Sasiaín desde Uruguay.
La película, ganadora del premio Fipresci a la mejor película argentina en el Festival de Cine de Mar del Plata de 2008 (su protagonista, Guadalupe Docampo, obtuvo el palmar de la Asociación Argentina de Cronistas como mejor actriz), aprehende el tiempo cansino y pausado que impera fuera de las grandes urbes, allí donde el sistema sexagesimal del reloj es apenas una anécdota. “La verdad, no sé cómo lo hicimos”, bromea Godfrid antes de explicar con más seriedad su hipótesis: “Creo que teníamos interiorizado el ritmo, entonces cuando la veíamos muy acelerada la frenábamos y cuando la veíamos muy lenta la acelerábamos. Hay mucha tarea de montaje, más allá del trabajo actoral concreto de cada escena”. Para la otra parte de la dupla, la captación radica en la capacidad sensorial de los cineastas. “El modo de vida y tiempo de La Tigra nos cautivó de inmediato. El secreto fue escribir el guión en el espacio y dejar que de los detalles propios del lugar surgiera la historia. Es un modo de escritura que tiene que ver con la búsqueda de la verdad, con la observación, con escuchar el material con el que se trabaja”, explica y concluye que “para ser cineasta hay que tener buen ojo, pero una excelente oreja ayuda bastante”.
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