Lun 25.01.2010
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CULTURA › OPINIóN

El pueblo, el narrador, la muerte

› Por Hernán Ronsino

Durante un tiempo era casi imposible conseguir los libros de Miguel Briante. Y encontrarlos, entonces, dependía del azar. Los descubrí en distintos puestos de usados. El primero fue Hombre en la orilla, la edición de 1968 de Estuario. De este libro, su segundo libro de relatos, pero el primero que leí, me deslumbró el territorio, el espacio literario, un espacio contundente que, todo el tiempo, está amenazado por el río, por ese Salado que desborda y se lleva las cosas, los animales, las personas. Pero ese espacio no es posible sin la voz de Briante: seca, dura, pendenciera. La dedicatoria que se lee en Hombre en la orilla dice así: “A mi padre, a quien, como aquel personaje de Thomas Wolfe, le ‘parecía que sólo él debía morir’ (...), a los gusanos de la tumba de mi padre, que un día avanzarán sobre el pueblo que transcurre en estas páginas, para borrarlo definitivamente”. Esa dedicatoria retoma, de algún modo, la temática del relato “Capítulo primero”, que inaugura Las hamacas voladoras, el primer libro de Briante publicado en 1964, el que funda su imaginario. La tensa relación entre un padre y su hijo, con el pueblo de fondo. Un padre visto por los ojos de ese chico que no puede comprender todo lo que pasa, pero siente el dolor, el rechazo en el bar, los ojos que no parecen los ojos de su padre.

Los personajes de Briante son seres desamparados, curtidos por la intemperie. Y hay tres núcleos fuertes que, se podría decir, atraviesan las historias: el ámbito marginal del pueblo, la figura del narrador –generalmente, oral– y la muerte. Una de las tantas voces que componen Kincón, la novela, dice: “Saber cosas, transmitirlas, era un modo de persistir. Sé que muchas cosas morirán cuando me muera, algo va a faltarle a este pueblo cuando me vaya”. Eso dice la voz. Eso escribe Briante que, antes de morir, elige, como Rulfo, el silencio. ¿Cuántas páginas, entonces, tiene que escribir una persona, antes de callar, para definir una obra? Las suficientes, podríamos decir, para modelar un mundo propio. Hace quince años moría Miguel Briante en su tierra, en su pueblo, que también fue su mundo narrativo. Quedan, como se dice en estos casos, las historias. Esas historias que, por ejemplo, se cuentan en el boliche de Arispe, ésas que hablan de inundaciones y forasteros, esas que levantan polvareda en la provincia por aquellas zonas del Salado, ahí donde el Salado se engorda y es capaz de arrasarlo con todo (“Jodido el Salado este. Capaz de quebrar cualquier historia, dice alguien que no se sabe”, en Al mar). Queda, en definitiva, ese mundo pendenciero, marginal, de Miguel Briante, que aún respira silencioso.

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