Lun 25.01.2010
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CULTURA › OPINIóN

A su manera

› Por Juan Forn

En las casi tres décadas que van desde su ingreso al periodismo en 1967 hasta su muerte en 1995, Miguel Briante vivió un vaivén permanente que iba a ser el leitmotiv de su vida: dejar el periodismo para poder escribir, añorar el periodismo cuando estaba afuera. Siempre se iba por el mismo motivo; siempre volvía por la misma necesidad. Yo no sé si aquel breve interludio desde que dejó el Recoleta a fines del 1993 hasta que se murió en febrero del ‘95 iba a convertirse en su definitivo retorno a la literatura o en otro más de sus fallidos intentos por escribir afuera de una redacción. Yo no sé si su muerte fue una muerte prematura, literariamente hablando (sin duda lo fue en el terreno existencial: tenía una hija chiquita y otra por venir, cuando se cayó del alero del techo de esa casa que estaba arreglando en General Belgrano aquel verano, completamente sobrio, después de haberse pasado la mitad de su vida borracho). Yo no sé, y sé que es ocioso y odioso querer saber, si a Briante lo malogró el alcohol, o si fue el periodismo. O fue que abrazó el alcohol cuando sintió que se había malogrado, y eso fue a causa del periodismo o de algo que sintió frente a su propia literatura. Lo evidente es que a Briante se lo comió la palabra, esa obsesión suya por el modo de acomodar las palabras.

Como a Juan Rulfo, como a Isaak Babel, a Briante siempre le costó muchísimo escribir. Era un rey de la palabra, un esclavo de la palabra, un enfermo de la palabra. Como a Rulfo, como a Babel, como a todos los escritores poco prolíficos, a Briante se le exigió siempre que escribiera más. Y la verdad es que escribió más: pero camuflado en el periodismo. Convirtiendo cada crónica periodística en un relato. Ya que tenía que hacer periodismo, lo haría a su manera. Y su manera era ésa: contando un cuentito. Gracias al rescate póstumo de sus mejores piezas de prensa en el libro De este mundo, hoy sabemos que Briante siguió escribiendo cuando aparentemente había callado y que aquel ejercicio a regañadientes del periodismo le era tan necesario como respirar. Porque un tipo como él no podía vivir sin contar. Eso es lo que se llama “respiración narrativa”, y se practica no sólo al sentarse a hacer literatura sino en la máquina de escribir de una redacción, en la mesa del bar, en un viaje interminable en bondi, en un velorio, en una celda –en donde sea, en donde toque, en donde haga falta–.

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