Mar 02.02.2010
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CULTURA › OPINIóN

Desafíos literarios

› Por Claudio Zeiger

Con la muerte de Tomás Eloy Martínez probablemente se cierre uno de los capítulos más ricos y agitados acerca de las relaciones entre periodismo y literatura. Tomás mismo se amparó en la documentación, la investigación, la entrevista y los archivos para escribir sus obras mayores, La novela de Perón y Santa Evita, no –pienso ahora– por desconfianza hacia el estatuto de ficción sino por una razón extremadamente literaria, casi con tonalidad de desafío. ¿Cómo hacer una novela latinoamericana en Argentina, es decir, en el seno de la historia y la literatura argentinas? Desde luego, Tomás no iba a cometer el pecado de beber sin digerir de las fuentes del realismo mágico y lo que quedaba del boom que vio nacer y crecer siendo periodista. Pero tampoco fue ajeno a esa tradición ni insensible a una posible estética emanada de caribeñas costas.

Es –era– ocioso preguntarse si lo real maravilloso se corresponde o no con una esencia geográfica/política/temperamental criolla. Si leemos a García Márquez, la respuesta es, obviamente que no. Si leemos al Ezequiel Martínez Estrada de Radiografía de la pampa, la respuesta también es no. Si leemos al Martínez Estrada de ¿Qué es esto? ya dudamos un poco. ¿Perón dictador latinoamericano, tirano prófugo? La sombra de las novelas de dictadores, con Yo, el Supremo de Roa Bastos a la cabeza, campea sobre las páginas de La novela de Perón.

Tomás solía recurrir a la crónica para atemperar –y, frente a ciertos episodios mitológicos de nuestra política, conjurar– el aspecto “mágico” de la realidad nacional y en cierta forma echar cable a tierra a la fantasía que suele desbocarse cuando el escritor le toma el gustito a eso de hacer hablar a los muertos en las novelas históricas. Puede conjeturarse que solía recurrir a las pruebas de los archivos y a las grabaciones porque –y se nota en sus textos– le encantaba el rol del escritor-investigador, figura muy cercana a la del periodista.

Sea como fuere, nunca hubo ingenuidad en esa inclinación por la “prueba de verdad”. Y sea por periodista o por escritor, resolvió en la práctica uno de esos dilemas insolubles que suele presentar la literatura argentina en su mezcla de cruces culturales. Rompió el tabú de que sólo por la vía del realismo mágico ortodoxo (por ende: imposible de trasplantar al irrepetible “ser nacional”) se podía ligar la literatura argentina a la latinoamericana (una manera de decir que nada tenemos que ver con América latina). Decir que La novela de Perón, La mano del amo o la reciente Purgatorio nada tienen que ver con el realismo mágico o la tradición latinoamericana sería absurdo, pero innegablemente Tomás cultivó a través del ejercicio del periodismo una prosa muy diferente a los chorreos de lo real maravilloso. Parco, austero, se acercó más bien a los modos de Daniel Moyano o Héctor Tizón, grandes latinoamericanos sin pecado de regionalismo concebidos.

En esa línea, su obra fue y es muy valorable. Quizás el enorme impacto comercial –y, podría agregarse, social– de sus grandes novelas haya confundido un poco a la crítica, que enfrentó su ser periodista con su ser escritor. Cosas que pasan: prejuicios y antigüedades. Pero Tomás Eloy Martínez tuvo el gran mérito de animarse a la historia contemporánea. Lo hizo con arrogancia y responsabilidad. Lo hizo con convicción, con fe en sus ideas y muy especialmente, y quizás a contrapelo de ciertas apariencias, con fe en la literatura.

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