Dejó que el médico le mirara la garganta y le hiciera un fondo de ojo mientras se preguntaba cómo haría Grosfeld con las otras mujeres que traía. ¿O no traía otras mujeres? Porque las autoridades tal vez sospecharan de chicas que no estaban casadas con nadie. Si desde muy niña, en esa pobre aldea polaca, Dina había sabido que Buenos Aires era una de las ciudades adonde con más frecuencia se llevaba a las mujeres para perderlas, ¿cómo no lo iban a saber esos dos funcionarios importantes, cosmopolitas, afeitados, ricos, tan pulcros, tan bien alimentados? Sin embargo, no parecían sospechar de ellos dos. El certificado de matrimonio, aunque escrito en hebreo, el traje de él, sus palabras seguras, la ropa de ella, todo servía para convencerlos. El empresario volvía casado con una compatriota, ¿qué tenía de extraño? Pero ella podía arruinarle el triunfo: ahí estaba el brazo del médico, a su alcance para apretar, implorando ayuda; ahí estaban los funcionarios, ahí estaba su propia voz para decir en su idioma a qué la traía ese hombre a Buenos Aires. Prostituta. La palabra daba vergüenza; daba más vergüenza la palabra que la cosa en sí. ¿Pero no era hora de terminar con eso? Ella era Dina y se había atrevido a pensar y a saber (...)
Dina entendió que, si lo decidía, era capaz de decir lo que hiciera falta, de apretar ese brazo, de repetir “prostituta”, kurve kurve kurve kurve todas las veces que se precisara, precipitarse sobre esos hombres aunque su marido quisiera evitarlo y gritar hasta conseguir que la entendieran, que la ayudaran (...) ¿Qué hacían las autoridades de inmigración con las prostitutas? ¿Las metían presas? “Las repatrian cuando las descubren en los barcos”, la frase llegó del fondo de su memoria, la había escuchado alguna vez en algún relato tenebroso, cuando no imaginaba ni remotamente su propio destino. “Las repatrian cuando las descubren.” ¿Volver? ¿Volver a Kazrilev? Dina se encogió bruscamente para atrás, llevando los brazos al pecho. Todos la miraron. Se había sacudido como si hubiera visto una serpiente. Los funcionarios esperaron, asombrados. Grosfeld estaba por decir algo y ya estaba por tomarla de la cintura cuando ella se le adelantó. Murmuró en ídish unas palabras de disculpas: “Me puse nerviosa, no sé por qué”, explicó con una sonrisa recatada. Y aferró el brazo de su esposo, apretándonse mimosamente contra él. Ese fue el primero de sus gestos laborales. Ella pensó que perderse no era un trabajo lindo, pero tal vez no era tan difícil.
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