CULTURA › OPINIóN
› Por Ioana Zlotescu *
Quizás el diagnóstico más certero sobre una visión de conjunto de la obra ramoniana, de la cual se deriva su imperecedera aunque escarpada actualidad, sea su rotunda afirmación de 1931, en el crepúsculo de las vanguardias: “Yo soy porvenirista”. Su modo espontáneo de reflejar la realidad, rebelde ante los cánones, surgido del nunca abandonado personalismo –alado en su primera época, refugiado en un intimismo enigmático y desolado en la última–, impide hasta a sus más acérrimos detractores tildarlo de escritor demodé. Sus lectores saben que la base de su escritura es la sinceridad, el subjetivismo a ultranza, el horror al tópico, la apertura, a través de una “mirada fructífera”, a lo siempre insólita que puede ser la realidad si se logra “traspasarla”. Ramón es el precursor por excelencia, no pertenece a ninguna escuela, no abomina de la tradición sino todo lo contrario, se podría decir que es su reanimador agradecido (basta con pensar en sus Retratos o Efigies), no publica manifiestos ordenancistas –tampoco explica su propio ismo–, simplemente declara que el ramonismo se “opone a todos los ismos”, salvándose así de lo efímero de aquellas vanguardias que tienen más claro lo que rechazan que lo que buscan.
Ramón no es polemista y su único rechazo, cada vez más exacerbado, es el del convencionalismo bajo todos sus aspectos: “Mi obra es... por sentimiento de profundo arraigo, que nacieron conmigo, y no porque haya tomado una u otra posición en la anécdota de la vida, al margen del honor y de la moral burguesa”. Es la afirmación básica y contundente que sella la posición definitiva del autor, quid de la cuestión y parte integrante del ramonismo. En su exacerbada “acracia romántica y poética” (Francisco Umbral), Ramón llega a alcanzar en los textos de la segunda etapa de su vida, verdaderos “delirios” de escritura, que le acercan al surrealismo de fondo y no de escuela. Su potencialidad “porvenirista” se desparrama en nuestra época posmodernista (y en lo que siga) en la escritura de índole personal, autobiográfica, en el relativismo y la subjetividad, en la angustia de los tiempos que corren, en la mirada perspicaz y fulgurante del relato corto. En el descalabro histórico que estamos viviendo, futuros debates en torno de Ramón Gómez de la Serna, otra víctima más de la crueldad del siglo XX, podrían abrir una vía más de meditación, fuera del camino trillado. Partiendo de la última “desolación en soledad” de nuestro autor se abriría un debate en tonos adecuados a tanto desastre: ni blancos ni negros, sino como es la vida misma de los no “héroes” (¿cobardes?, ¿equivocados?), es decir grises. El breve apunte-greguería sobre el “stalinazismo”, acompañado por el dibujo de una amenazadora y proliferante cruz gamada, expresa la profunda desgracia de hombre perdido, del Ramón Gómez de la Serna a partir de los años cuarenta del siglo pasado.
Y volviendo al inicio, esto es, a la nunca perdida actualidad de nuestro autor, terminamos con un cita de Julio Cortázar: “Ramón sigue estando en el aire de nuestra literatura actual, presente pero invisible como el aire (...) seguimos respirando el aire de Ramón, su lección inigualada de libertad y de imaginación, su búsqueda de diagonales cuadriculadas en las vías demasiado cuadriculadas de la realidad aparente. Yo le debo a Ramón conocimientos y líneas de fuga; los conocimientos me vinieron desde sus estudios de escritores como Oscar Wilde, Baudelaire y Cocteau, mostrados por él y por fin en una perspectiva que los arrancaba a las convenciones de la época y los proponía como lo que fueron, maravillosas máquinas de escándalo en plena tradición bien pensante y clasificante. (...) Cuando se ha vivido en la intimidad de un agitador semejante, nada de lo que se escriba podrá situarse al margen de esa gran ventana sobre la libertad mental”.
* Directora de la monumental edición de las Obras Completas de Ramón Gómez de la Serna.
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