MUSICA › MARIANA CAYON, CAFAYATEÑA Y QUENISTA
› Por Cristian Vitale
Uña Ramos, Domingo Ríos, Raúl Olarte o Tomás Lipán aparecen con naturalidad en sus palabras. Mariana Cayón –30 años, salteña-cafayateña, quenista– los acurruca en sus labios como referentes inequívocos del instrumento. Los ensalza pero a la vez –personalidad fuerte– se desmarca. “No quiero imitarlos. Quiero que, así como yo escucho a Ríos o Ramos y enseguida me doy cuenta de que son ellos, la gente sepa sin verme que soy yo cuando toco”, señala. Esta morocha alta, corpulenta, que ligó una quena por azar cuando tenía apenas diez años y se transformó en la casi única referente femenina del instrumento, está en Buenos Aires para presentar esta noche en el IFT (Boulogne Sur Mer al 500) su quinto disco: Simplemente. Un recorrido aerofónico por diversos géneros que toma los ritmos andinos como una viñeta entre las tantas en las que se zambulle: folklore latinoamericano, milonga, tango y hasta boleros. “Busco un equilibrio entre el gusto popular y mi búsqueda particular. Por eso mezclo la Sinfonía 40 de Mozart con ‘El firulete’ o una selección de temas brasileños. Es divertido.”
Elegida varias veces como consagración, revelación o mención de honor en diversos festivales folklóricos (Cosquín, Baradero, Jesús María), la Cayón –cuenta– tuvo que abrirse camino en la selva por dos razones: su condición de mujer y de instrumentista, figuras ambas que, entrelazadas, le trajeron más de un dolor de cabeza. “No fue fácil. Si nos remontamos quince o veinte años atrás, el folklore era un ambiente muy masculino, muy cerrado, sinónimo de trasnochada, alcohol y, en el caso del norte, cigarrillo y coca. Para una mujer no era bien visto estar en un ambiente así, a mí me tocó a los 13, 14 años cuando, aún acompañada por mis padres, había músicos que me decían qué hacía ahí. Por suerte, las mujeres fuimos ocupando lugares a los que antes no teníamos acceso. Hoy no tengo el más mínimo problema... al contrario: es un punto a favor”, se ríe.
Criada en medio de los valles calchaquíes en ese pueblo que, excepto durante los locos días de la serenata, ella define como “ensimismado en su propia historia”, profundizó los estudios del instrumento –vía flauta traversa– en el Conservatorio de Salta Capital y a los 18 años supo que podía vivir de la quena. “Esto también fue una pelea porque el gusto popular está más ligado a lo vocal que a lo instrumental. He tenido que pelear con productores que rechazaban mi propuesta porque no querían nada andino y sin voz. Me comí mil broncas. ¿Qué ha pasado en la sociedad para que se llegue a la instancia de armar un festival sólo para ‘divertir’?”, se pregunta.
–En el disco hay un par de temas cantados. ¿Fue una concesión?
–Más bien una caradurez absoluta (risas), pero no me analicen como cantora, sino como decidora. Lo hago para cambiarle el color a tanta música instrumental.
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