CULTURA
Según relata Andrew J. Rotter en su polémico libro Hiroshima, la bomba del mundo (Hiroshima, The World’s Bomb, Oxford University Press, 2008), mientras se desarrollaban las investigaciones previas al uso de la bomba nuclear, uno de los científicos involucrados –Edward Teller– anticipó que la explosión podía llegar a encender el nitrógeno de la atmósfera y destruir las condiciones de vida en el planeta. Julius Robert Oppenheimer, el físico que estaba al frente del plan, consultó a sus colegas y juntos acordaron que si los cálculos de Teller se sostenían había que detener el experimento. Las cuentas se hicieron de nuevo y arrojaron una chance de apocalipsis de tres en un millón. Y el proyecto continuó. La escena podría haberse repetido en otros lugares, claro. El Enola Gay –aquel bombardero B-29 que cargaba la muerte– llevaba bandera estadounidense; no obstante, hay pruebas suficientes para demostrar que de haber tenido esa tecnología otros países la hubieran usado con idénticos fines. Teóricos alemanes, húngaros y británicos estuvieron entre los precursores de la bestia. Si muchos otros no se subieron al carro, fue por falta de fondos y conocimientos, no por pudor ético. La escala de valores que implica la construcción de artefactos como “Little Boy” queda ilustrada con transparencia en la respuesta que Truman le escribió a Samuel McCrea Cavert, un cristiano que había escrito quejándose por la masacre perpetrada contra la población nipona. El 11 de agosto de 1945, con Nagasaki todavía humeando, el entonces presidente de Estados Unidos le contestó que “cuando se lucha contra bestias, hay que tratarlas como bestias”.
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