Lunes, 9 de agosto de 2010 | Hoy
OPINIóN
Por Analía Couceyro *
Leí por primera vez a Lispector en 2000; acababa de publicarse Un soplo de vida, y mi amigo Pablo Messiez me dijo que la estaba leyendo y que le hacía acordar a mí, porque yo suspiraba mucho y solía decir que ciertas cosas eran “maravillosas”. Me da pudor escribir sobre Lispector, porque no tengo forma de pensar en ella sin volverme íntima y personal, y sin hablar de mí. Muchos autores me conmueven, pero con ella la cosa es distinta, me sorprende el grado de identificación. Siento que esta mujer se habla a sí misma y me habla, como si en la mitad de un libro ella dijera mi nombre o un secreto guardado, como si dijera “sí, sí, te estoy hablando a vos, y estoy hablando de eso”. Y nunca terminará de explicarse a qué nos referimos con eso. Pocos autores, aun pasando por la traducción, tienen una voz tan personal y tan corpórea. La voz de Clarice tiene un timbre y una cadencia, una voz humana de mujer viva. Y al leerla todo se tiñe de un estado físico, anímico, rítmico, y empiezo a reflexionar y a sentir en ese tono. Un “estar” permeable y sorprendido. Cuando se habla de Lispector, se suele decir la palabra epifanía, linda manera de nombrar un estado ideal de actuación...
Por eso creo que es lógico que la gente quiera “actuar” a Lispector. Para mí era imposible no hacerlo, hubiera sido como tener una droga infalible que te suspende en el espacio, o que te ayuda a meter los dedos en el enchufe y quedar conectada con el más allá y no usarla. En estos diez años, desde que leí Un soplo de vida, fui consiguiendo todos sus libros, algunos en viajes, otros –agotadísimos– aparecidos como gemas preciosas en mesas de saldos o usados. En esos casos, ya lo extraordinario ocurre con el libro cerrado entre las manos, esa sensación de felicidad clandestina.
Cuando hice Tanta mansedumbre, utilicé fragmentos de todos los libros que tenía de ella hasta ese momento, y la continuidad aparecía tan fácilmente, como si toda su obra fluyera atravesando los mismos temas. Temas casi innombrables, por enormes, pero atacados en el fulgor del instante, en el movimiento puro, casi sin anécdota (¡cómo se dispersa Clarice maravillosamente a cada segundo!). En la obra, el cuerpo se sostenía por el estado provocado por la lectura, y un puñado de acciones solitarias y femeninas: suspirar, comer, leer una carta, llorar, rezar sin dogma, morirse, resucitar, pintarse los labios, mentir.
Creo que podría actuar decenas de obras citando a Lispector, pero tengo miedo de abusar de tan fuertes elixires...
* Actriz, directora y docente.
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