CINE
› Por Daniel Santoro
En el final de la película Gorri, Gorriarena nos cierra la puerta de su taller en la cara, nos deja la mirada literalmente colgada de un pincel, un pincel que cuelga de esa puerta, como un arma ofrecida al análisis forense. Es un pincel que él clavó con la pasión de un asesino serial en todas las formas en que la realidad se le enfrentó hasta el último día.
Desde el comienzo la película nos sumerge en el espacio de su taller, que resulta un escenario relativamente pequeño para la escala de esos cuadros que vemos apilados a los costados. Recuerdo imágenes de Gorriarena parado ahí como en medio de un ring side, dispuesto a dar pelea, pintura y pintor desafiándose a cuatro pasos de distancia; también lo recuerdo girando con dificultad algún bastidor para que veamos los resultados de anteriores combates. Siempre es un problema girar esos grandes cuadros y exponerlos, con el riesgo de no conseguir una prudente distancia para la mirada, y entonces ser salpicados por esas visiones de crueldad descarnada o cegados por la iridiscencia que se cuela por las ventanas de esas teatralizaciones.
Al promediar la película vemos un plano secuencia a lo largo de un estrecho pasillo, es un depósito y, al final, detrás de una puerta de rejas y señalada con grandes números hay otros tantos cuadros apilados, Silvia va a su rescate, los darán vuelta en una amplia sala de exposiciones, y allí iremos a recibir sus benéficas radiaciones, estaremos todos, aficionados, interlocutores, amigos entrañables como Raúl Santana, y muchos discípulos agradecidos. Gorriarena formó como todo gran maestro un conjunto de discípulos que resultaron ser los más destacados jóvenes pintores contemporáneos.
Gorriarena fue un pintor y un creador formal de una dimensión que todavía no ha sido ponderada. Creo que comparte con Antonio Berni un lugar único entre los creadores de un genuino imaginario vernáculo.
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