Sábado, 5 de marzo de 2011 | Hoy
OPINIóN
Por Karina Micheletto
Hace unos días escuché a Alejandro Dolina hablar ante un auditorio compuesto por ese nosotros que se puede etiquetar a grueso modo como clase media, como progresista, como porteño. No creamos que somos tantos los que consideramos obvio lo obvio, decía Dolina incluyéndose en ese nosotros. Citaba a la vieja de enfrente de su casa, esa que casi no sale, preocupada por la inseguridad que le llega por la radio. A la vieja de enfrente me la encontré el otro día en la panadería, vestida de señora bienpensante, en una de sus pocas salidas tras las rejas, repitiendo qué barbaridad, con lo que hace falta el trabajo en este país, a quién se le ocurren estos feriados. Me la volví a cruzar en el colectivo, esa vez en dos grandotes que sacaban su conclusión: ¿Qué querés? ¡Esto es Argentina, viejo! Y otra mañana en el programa de Chiche, que había lanzado el debate al aire y recibía una catarata de llamados.
La vieja de enfrente salió también en las autoridades de la Ciudad, que tan bien saben tomar el guante de cierto barómetro de mufa ciudadana. Así, por ejemplo, el ministro de Educación, Esteban Bullrich, salió a quejarse en el inicio de clases: “Queremos cumplir con los 190 días de clases, pero con estos feriados de marzo se pierden muchos días”, lamentó. Como en otras escuelas, los chicos que asisten a la Escuela de Educación Especial Nº 1, de Parque Chacabuco, empezaron las clases el miércoles, porque el edificio seguía en obra. Algunos lo hicieron el jueves, porque los padres no pudieron comunicarse con una escuela en refacción para confirmar el inicio de clases. Y sí, con los feriados de marzo se pierden muchos días.
La vieja de enfrente que todos llevamos dentro tuerce a veces la boca ante las expresiones de la murga porteña. Es que no luce pintoresca como la del noroeste argentino, ni bien dotada como la de Gualeguaychú, ni espectacular como la de Río, ni uruguaya como la de Montevideo. Es de-sordenada, con esos locutores improvisados que gritan frente al micrófono y esos colectivos alquilados que largan bombos y murgueros por las ventanillas. Y además es medio triste ver los corsos despoblados de algunas esquinas de Buenos Aires donde, fuera de un par de mocosos correteándose con nieve, lo que hay son murgueros a puro baile con sus familias, y alrededor gente mirando medio desconfiada, sin entender del todo de qué va la cosa. Lo que más le duele a nuestra vieja de enfrente es aceptar lo mucho que daría por sentirse, una sola noche de su vida, tan absolutamente libre como esos transpirados de lentejuelas que salen a mostrarse así, dueños de sus cuerpos. Por eso pide que vayan a laburar.
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