CULTURA › OPINION
› Por Horacio González *
Escucharlo en sus últimas conversaciones era estar ante un raro sacramento laico. Habló de contornos para decir que había que ir a lo lleno, a lo pleno, sin olvidar los trazos más finos y autónomos de la existencia. Ya había ahorrado del diálogo la parte en la que otro interviene. En su monólogo lleno de cortes y trituraciones, estaba todo el mundo que había vivido. Sus dos tías, una católica y la otra comunista, le informaron en la primera infancia que todo sería materia de opción, opción en el desgarramiento, lo que muchos años después contaría con una magia llena de silencios e ironías. Su última novela, Tartabul, está llena de esas voces cuyo hilo no es fácil de seguir, porque reclamaban el David hablante para una aclaración posterior. Reclamaban su palabra viva llenando los huecos que deja toda conversación, pero cada vez ganaba más espacio el arte del implícito, hablar con dos o tres mendrugos capturados del basural del lenguaje. Hablar él lo convirtió en duelo, fina esgrima, muerte no del adversario sino de algo que había que descubrir en el parlotear diario, donde yace el síntoma de una sumisión. Cuando se trata de hablar como acto emancipado, se expulsa toda pedagogía, enseñanza, rezo o definición. Si un profesor piensa en que algo puede enseñarse, Viñas enseñó y desenseñó, dejó que su lengua viva, como ejercicio de una negatividad artística, horadara su ser de profesor. Espectáculo único, prohibido para pensamientos encogidos.
Para Viñas hablar realmente era una agonía de espadachín que tajeaba y se tajeaba. Buscaba señalar con fintas de ironía los lugares donde el armazón del mundo se caía en una agachada, en una frase inesperadamente aduladora, en una forma de escribir con ornamentos falsificados que no pertenecían a ningún cuerpo. No era fácil, no la hizo fácil y su cuerpo ido, su cuerpo embargado, aún inspiraba, entubado en el lecho del Sanatorio Güemes, el ofrecimiento de unos últimos destellos de resistencia. Parecía asombrado por la escena de una muerte que lo sobrevolaba, infectado de hospital, sin la humareda última del bar, su recinto de fumador póstumo, comentando toda minucia diaria para ponerla en un orden cósmico.
Era el libertario orden de la ciudad secreta, que veía como prolongación de su cuerpo, con la idea de que tener un cuerpo es tener un estilo. Entidades macizas, la historia, las clases sociales, la política, el teatro, los amores, a todo lo sometió a una investigación sobre el estilo, o sea, al modo en que los hombres escriben en su charla los signos de su sobrevivencia o de su muerte. Partió de la sociedad para ver la literatura, como Sartre o Lukács. Pero luego invirtió todo, pensando desde un radical trazo fino que era la ética personal hecha de la esgrima del conversador. Allí estaba entero, con su historia personal integrada a la tragedia del mundo.
Escribir, dijo una vez, era como poner obleas sobre superficies rugosas. Era lo práctico, lo vehemente, lo sudoroso, lo que homologaba los movimientos del cuerpo a una metáfora de acción o a un “envío”. Hablar era enviar. La retórica, del gran retórico que fue, era incidencia y fusión con el mundo, construcción real. Siguió “enviando” y “reenviando” hasta el final, poniendo obleas como gesto inflamado, enojoso, haciendo de la escritura una tragedia del honor. En el detritus del mundo estaba la salvación plebeya por el honor de los solitarios, fumando en su cartuja hasta el incendio de las paredes. Fumar lo concibió también como un riesgo. Virtudes aristocráticas servidas en la bandeja de las luchas sociales, el tema que nunca consiguió hablar a fondo con las izquierdas que lo apoyaron y que él apoyó, él, un yrigoyenista libertario, como bien lo comprendió Jauretche, alguien que mucho se le parecía.
Secretamente, vivían en David Macedonio Fernández, Lugones, Martínez Estrada, Arlt y Mansilla. También Sarmiento. A todos los zamarreó, los encumbró y los hizo pasar por su vientre, o los hizo caer sobre su rostro y los devolvió transformados, englutidos, como decía él a propósito de otras cuestiones. Englutir era cuando alguien que parecía libre se dejaba tragar por el régimen. Era su tema, el proceso de su cuerpo que lanzaba frases de modernista antropófago, ese mundo simbólico que podía comerse y también nos devoraba. Borges estaba deglutido en Viñas y Viñas en Borges, más allá de que mutuamente se ignoraron. Habrá que considerarlos así ahora, y por eso, esta muerte privada de Viñas, es otro avatar de la muerte, de la otra muerte de Borges.
* Sociólogo. Director de la Biblioteca Nacional.
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